14. Los títulos de nobleza
Todavía recuerdo la filípica republicana que nos propinó el maestro Santiá de cuarto grado en la escuela primaria Juan José Castelli (que desapareció en 1969 bajo la porteña avenida 9 de Julio) el día que descubrió que con mi compañero de clase Mariano Winograd habíamos inventado un juego donde él era duque y yo conde, con nuestros respectivos condados y ducados y nuestras propias monedas y estampillas. Ese día supe que los títulos de nobleza en mi país no existen, que está prohibido usarlos públicamente y que son una cosa más bien fea y detestable.
Pero con los años fui cambiando mi modo de ver la cuestión. Si bien personalmente no soy monárquico ni me interesa la nobleza, creo que los partidos políticos argentinos deberían considerar la posibilidad de una reforma constitucional para abolir lo actuado por la Asamblea del Año XIII y volver a permitir el uso de los títulos nobiliarios, con un objetivo estratégico: repatriar el centenar de miles de millones de dólares y euros que los argentinos tienen invertidos en otros países. Naturalmente habría que crear al mismo tiempo todo un marco jurídico que acompañara a esta genial idea que ya propuse en Página/30 de diciembre de 1993 pero que no tuvo la menor repercusión pública. Es muy simple: por repatriar hasta un millón de dólares se ganaría un título de barón o baronesa; hasta diez millones de dólares daría derecho al de marqués o marquesa; con diez a cien millones de dólares se adquiriría el título de conde o condesa; por más de cien millones de dólares se venderían los títulos de duque y archiduque y con más de quinientos o mil millones estarían disponibles algunos principados.
Mi brillante propuesta contempla que dentro de cada rango de nobleza el valor de los títulos esté ligado al prestigio y renombre de la localidad asociada al título, ya que un 10% del capital repatriado tendría que ser invertido directamente en esa zona. Me explico: un título de conde de Olivos o San Isidro sería obviamente más caro que el de conde de Quilmes o Berazategui y no valdría lo mismo un marquesado de Plaza Huincul que el de La Angostura o Llao Llao. Pero imagínese el lector las fuerzas productivas que se liberarían gracias a mi inventiva: pequeñas economías casi inertes como las de Fiambalá o Vinchina se reactivarían con la venta de un simple título de marqués; si la normativa legal incluyera la obligación del titulado de construir palacete o torreón en cada lugar se activaría la edilicia y seguramente el turismo, ya que el marketing de un marquesado de Vinchina es más fácil que el de Vinchina a secas y así también la folletería turística y la cartografía se enriquecerían. La genealogía, la heráldica, la blasonería y el protocolo (actividades tan injustamente postergadas desde 1813) ganarían ciertamente ímpetu pero también los diseñadores gráficos encontrarían nuevos y amplios horizontes de trabajo: ¿cuánto podría cobrar un buen estudio de diseño por dibujar escudo y aplicaciones en papelería de un título ducal? Ni hablar de obras de infraestructura: ¿Cuántas estaciones de subterráneo cordobés se podrían construir gracias a la puesta en venta de un simple blasón de archiduque de Córdoba y Valle de Calamuchita? ¿Cuántas playas de estacionamiento subterráneo se harían con el 10% de lo que repatriaría el conde de Palermo? ¿Cuántos puestos sanitarios o ambulancias se comprarían gracias al marqués de Chacharramendi y las marquesas de Zapala y Chos Malal o la pequeña nobleza del barón de Angualasto y la baronesa de Pico Truncado? O descendiendo a niveles más epicúreos: imagínese el impulso que cobrarían las gastronomías regionales con el dorado al modo de la Marquesa del Pilcomayo, el solomillo de guanaco a la Granduque de Esquel, el cazón Marqués de San Blas, el pejerrey a la Barón del Samborombón. Incluso nuestra vitivinicultura se revolucionaría favorablemente con los blasones que podría otorgar la neonobleza en cada terruño y hasta nuestras marcas y etiquetas se renovarían con un Marqués de Lunlunta, un Duque de Uco, un Conde de Ullum y Tulum, un Barón de Añelo, etcétera.
En mi ingenioso proyecto dejo librado al legislador y los leguleyos determinar si es deseable o no que estos títulos de nobleza gaucha o argentina puedan ser adquiridos también por extranjeros. Ahora bien: algo que no comprendo es cómo y porqué la prensa argentina ignoró tan olímpicamente un planteo tan trascendental como el mío. Es miopía pura, ya que también la prensa televisiva, radial y gráfica ganarían muchísimo si se implementara mi visión. Imagínese el lector los festines que se harían las revistas Caras, Hola o Paparazzi con la neonobleza argentina y cómo se ensañaría el periodismo crítico y de investigación con cada duque que no calzara en la horma. Incluso desde un punto de vista institucional nuestra República saldría reforzada, ya que mi señera iniciativa prevé que a cada presidente constitucional (que haya durado más de 7 días) tras su mandato se le otorgará el ducado de su tierra natal, no heredable a su descendencia: tendríamos así una duquesa de La Plata y duques Lomas de Zamora, Barrio Parque y Puerto Madero (de prestado) que seguramente al verse así titulados aprenderían a comportarse… ducalmente unos con otros.
Por supuesto, mi proyecto reserva para el Congreso Nacional la potestad de crear y otorgar títulos de nobleza honoríficos: Moria Casán o Carmen Barbieri podrían recibir un marquesado de Mar del Plata o Punta Mogotes, Marcelo Tinelli el de conde de Bolívar, Mirtha Legrand el de condesa de Villa Cañás, Leonel Messi el de vizconde de Rosario y así sucesivamente. Naturalmente también científicos y artistas, músicos y literatos destacados podrían ser honrados de por vida con tales títulos con tal que no fueran transmisibles a su prole.
Dejo todo ello librado a la lungimiranza del legislador, que sabrá interpretar el sentido profundamente patriótico y republicano de mi propuesta. Al fin y al cabo Italia es una República fundada sobre el trabajo y si bien al heredero al trono le está prohibido pisar el territorio, los títulos de nobleza existen desde siempre. Y nuestra democracia republicana se asemeja más una monarquía electiva que a otra cosa.