24. Ernesto “Che” Guevara

 In Blog, Guía Existencial Argentina, I. Argentinas y argentinos

Entre mis 15 y 17 años nutrí gran admiración por el Che y tuve su afiche en mi dormitorio. Tanto lo admiraba que en 1973 recorrí a dedo “la ruta del Che” de Buenos Aires a ciudad de México. Pero no encontré ningún Fidel en el camino y aunque entonces la revolución me parecía necesaria en casi todas partes del mundo, no hallé ningún colectivo que me condujera hacia alguna. Y eso que entonces mi forma de viajar incluía los comedores universitarios y los puestitos callejeros, que eran lo más barato. Después me fui a vivir a Italia y allí empecé a distanciarme del admirado Che, quizá ayudado por la forma en que la izquierda extraparlamentaria (donde yo me movía) cultivaba el mito iconográfico del guerrillero heroico. Me parecía raro que el Che fuera más venerado en Milán o en Pisa que en Buenos Aires, quizá porque era un culto legal. Idolatrar públicamente al Che no suponía ningún riesgo y hacía bien a la piel. Cuando empecé a navegar en cargueros por los varios mares del globo el mito del Che terminó de disolverse dentro de mí, junto a mi simpatía por la Revolución Cubana y Fidel Castro.

Con los años comencé a pensar que el Che estaba un poco loco: contribuyeron a esa impresión algunos libros sobre su vida y la revolución cubana, pero sobre todo los videos. En mi adolescencia la imagen del Che era una foto fija: ninguna pantalla lo mostraba filmado hablando y gesticulando. Desde que lo vi y oí en video veinte años después de su muerte, el Che empezó a caerme antipático con su gestualidad de oligarca porteño canchero y mundano aunque barbado. Afeitado y bien empilchado, el Che a mi gusto da todo el tipo del caballero de alta clase porteña. Véaselo caracterizado como el ingeniero uruguayo Ramón Benítez en las fotos del pasaporte falso uruguayo con el que llegó a Bolivia en 1966: una estampa mas bien antipática.
Mi ruptura con el mito fue completa cuando comprendí que si hubiera dependido sólo del Che y de Fidel, nuestro planeta desde octubre de 1962 estaría bajo los efectos radioactivos de una guerra termonuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética, a causa de Cuba y un par de fanáticos lunáticos que habrían hecho estallar al mundo durante la crisis de los misiles rusos con ojivas nucleares emplazados en la isla apuntando hacia Miami, Washington y Nueva York: el Che, hablando con una boca demasiado ancha para mi gusto personal, afirmaría después que en esos días en Cuba había “un pueblo dispuesto a inmolarse en una guerra atómica”.

Hace años que me apena ver la estampa clásica de un médico nacido y criado en los mejores barrios de Argentina pegoteada en la luneta de una catramina de suburbio, la camiseta de un chabón cualesquiera, hasta en la cancha de fútbol. Pero la verdad es que no nutro simpatía por ningún mito argentino: ni Carlos Gardel ni Eva Perón me emocionan y ya tampoco el Che.

Vi todos los museos y monumentos que en los últimos años le dedicaron en varias partes del país: hay uno en medio de la selva de Misiones porque allí fue concebido y gateó un año; en Rosario hay una estatua, un mural y alguna placa porque nació ahí de casualidad; en Alta Gracia hay un bonito museo en la casa donde vivió su adolescencia y en San Martín de los Andes hay otro porque allí pasó sólo una noche en uno de sus viajes. No me parece mal que se le dediquen estos museos, pero me llama la atención que sean todos hagiográficos y acríticos. Evocan a un revolucionario que fracasó en dos materias básicas: afianzamiento de la revolución y propagación de la misma. Pese a sus aires de ganador, el Che fue un perdedor que por suerte nunca llegó al vértice del poder en ningún lado; tampoco fue un visionario ya que nada de lo que trasoñaba ocurrió. Pero tras sus profecías demenciales se inmolaron miles de jóvenes en nuestro continente y mi generación.

El museo del Che en Alta Gracia está muy bien realizado y es casi inevitable sentir cierta ternura hacia el personaje de vida aventurera… hasta llegar al fondo a una salita conmemorativa de la visita que hicieron al lugar Fidel Castro y Hugo Chávez, bastante patética y ridícula. Después está la tienda de recuerdos, una santería que me sorprendió y miré con detenimiento para cerciorarme de que no había allí nada de Ernesto Guevara de la Serna que me interesara. Quizá habría comprado alguna biografía crítica, pero no se venden allí.

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