31. Mi vecino cazador mayor
Al lado de casa tuve durante más de dos décadas como vecino a E. G., un empresario sesentón dedicado a la importación de petróleo casado en segundas nupcias con S. A., quien enviudó hace unos meses. No éramos íntimos pero a lo largo de tanto tiempo tuvimos varias ocasiones de trato en su casa y la nuestra, incluyendo el mediodía de aperitivos, las tardes de té o café y alguna noche de tragos. Juntos afrontamos problemas de vecinos: desde la inseguridad a la basura tirada en la calle, de los intrusos a los cortes de luz y el tendido del gas, que llegó a este sector de nuestro barrio gracias a él. No lo digo por aquello de “de mortuis nisi bene” (máxima en la que creo, exceptuando a los hijos de puta de ligas mayores) pero E. era un tipo ingenioso y simpático, que a pesar de ser un hombre de muy buen pasar tenía un trato franco y poco presuntuoso. A mí me caía bien aunque tenía cosas para caerme mal. La primera es que era bien reaccionario, a tal punto que me interesaba y causaba gracia escucharlo en sus opiniones sobre los varios gobiernos que tuvimos en los últimos veinte años: no suelo tener mucho trato con gente que piensa tan escorado a estribor y antes que rechazo, eso me produce curiosidad. Y más cuando esas opiniones exacerbadas son pronunciadas con humor, por sarcástico que sea. Mi vecino siempre se movió en autos tan caros como departamentos y por lo que sé, con una pistola automática bajo el asiento. Además, E. era un gran cazador de caza mayor: uno de los tres más importantes de Argentina. La mitad de su hogar era un museo de caza donde había desde sendas cabezas de elefante y de rinoceronte a un oso Grizzly embalsamado entre docenas de otras piezas, además de toda una pared cubierta con más de doscientos trofeos de casi todos los cuadrúpedos cornudos que existen en el planeta, cada uno acompañado con una placa de una asociación real de caza inglesa y una foto de él, armado, junto al bicho abatido. Una vez le pregunté si no sentía culpa de haber matado tantos animales. No sólo no sentía eso –me dijo– sino que además creía hacer el bien: cada trofeo lo había cazado en expediciones legales, cuyos permisos de caza costaban fortunas y había que esperar a veces algunos años el turno, para obtener solamente un ejemplar macho de acuerdo a las reglas establecidas en el lugar, organizando una expedición carísima que daba trabajo y dejaba dinero a lugareños necesitados. Había viajado desde el Ártico al África y las montañas más recónditas de Asia para cazar casi todo lo cazable: estaba en lista de espera para cobrarse los dos o tres cuadrúpedos cornudos que le faltaban y lamentaba que nunca tendría un tigre del Bengala, ya que es prohibido matarlos.
Su mujer S. odiaba todo eso y lo decía abiertamente: daba vértigo sólo pensar en que alguien debía plumerear tamaña colección al menos una vez por semana.
Mi vecino E. G. tuvo una vida excepcional gracias a sus viajes y su hobby pero además tuvo un final inaudito. Pudo haber dejado el pellejo entre leones, hipopótamos, cocodrilos o rinocerontes, mordido por una serpiente venenosa, despeñado en un farallón o cualquier otro accidente de expedición de caza mayor. Pero no: estaba de cacería en algún lugar de Africa cuando lo picó una mosca tsé-tsé de cuya picadura quizá ni se dio cuenta. La mosca tsé-tsé transmite la crónica enfermedad del sueño pero además (yo lo ignoraba) una forma aguda, que lo afectó. Al volver del viaje tuvo fiebre y sólo después de tres días se internó. Cuando el diagnóstico fue claro la familia consiguió un antídoto en el lugar más próximo, Alemania. La droga llegó tarde y mi vecino murió tras cinco días de enfermedad.
Que alguien que mató pumas, osos, un elefante y un rinoceronte además de varias otras fieras carnívoras y pacíficos herbívoros haya muerto picado por una mosca me resulta un ejemplo de insondable equilibrio ecológico en la Naturaleza. Esa mosca africana mató a mi vecino, pero salvó a quién sabe cuántos animales del planeta. El insecto ciertamente no sabía lo que hacía pero quizá E.G. tampoco, ya que ese gran cazador quizá jamás imaginó que moriría por causa de un díptero portador de un microscópico Tripanosoma.