33. De la argentinidad (I)

 In Blog, Guía Existencial Argentina, I. Argentinas y argentinos

Los militares autócratas hincharon tanto las pelotas durante medio siglo con el “ser argentino” y “la argentinidad” que los argentinos quedaron curtidos de espanto, empachados por largo tiempo. Algo parecido pasó en Italia después del fascismo: hubo que esperar un par de generaciones para que volviera a haber italianos que se emocionan cantando Fratelli d’Italia y viendo izar al tricolore. El daño que hicieron los autoritarios fue doble: por un lado falsificaron al patriotismo hasta el grotesco, por el otro provocaron un tal rechazo que a los argentinos les quedó un agujero en ese lugar.

Así los brasileros con su sentido de la grandeur (aunque sin brasilianidad), los chilenos con su insularidad (aunque sin chilenidad), los paraguayos con su ensimismamiento (sin paraguayidad), los bolivianos con su dicotomía entre llano y altiplano despojados del mar (sin bolivianidad) y los uruguayos con su tierno paisito (sin uruguayidad) tienen un sentido de la patria más asentado que el nuestro. Entre nosotros todavía se oye hablar de la “disolución nacional” y pavadas por el estilo. Si la Argentina no se disolvió en doscientos años con todo el maltrato que sufrió, es que es bien indisoluble.

El “ser argentino” todavía es acosado por espectros mentales e históricos. Los argentinos somos cuarenta y seis millones de limaduras de hierro dispuestas en un campo magnético entre los polos Patria y Antipatria. En el polo Patria se amuchan las consciencias nacionalistas exasperadas y ahítas de rencor por todas las humillaciones que sufrieron desde la derrota en Malvinas al crack institucional, financiero y ético de 2001. Ese año que la Argentina se hundía bajo la presidencia de Doctor De la Rúa e hijos, yo volvía en un viaje desde Roma en un avión de Alitalia y cuando aterrizó en Ezeiza hubo un módico aplauso. De pronto se oyó una voz femenina ronca y casi cuartelera que gritó, unas filas detrás mío, “¡Viva la patria carajo!”

La consigna no tuvo eco en el pasaje y quedó ahí. Apenas pude me desabroché el cinturón, me incorporé y me di vuelta para tratar de verle la cara a la patriótica encarajinada gritona pero el avión venía lleno y todos pensaron lo mismo o estaban apurados por desembarcar.  Me quedé con las ganas de saber quién era y porqué tocar tierra argentina le provocaba ese orgasmo primal.

La Antipatria en mi experiencia personal aflora en lugares como Punta del Este (que no frecuento mucho por eso) donde no veranean los argentinos medios sino los porteños de mejor pasar, incluyendo los que en los últimos años establecieron allí residencia que no son pocos ni pobres diablos. Si se pudieran grabar y editar las conversaciones veraniegas casuales entre la gente de un cierto ambiente social a propósito de la Argentina, sus gobernantes y su pueblo se obtendría un extracto de veneno antiargentino (mezcla de gorilismo antiperonista, racismo antisemita y otras delicias por el estilo) tan potente y cargado de odio que asombra a quien no está intoxicado con eso. En París también quedan personas del barrio 16 que piensan que el 14 de julio de 1789 fue una cagada y envidian a los ingleses por no haber sufrido eso, pero lo expresan con más finura.

En rigor hay una tercera polaridad, que es la No Patria: la Argentina con su violencia política y económica expulsó a una buena tajada de jóvenes. Muchos, como quien suscribe, volvieron al país, en mi caso después de vivir trece años fuera. Otros se quedaron diasporados.

Entre esas polaridades hay millones de conciencias: a la mayoría no parece importarle mucho el asunto salvo en los mundiales de fútbol. Pero toda vez que el “ser argentino” se manifiesta verbalmente lo hace alinéandose en el campo de fuerza de esa tripolaridad Patria-Antipatria-No Patria. La égloga nacionalista, la anomia o el exabrupto denigrante. Una isla de puros rodeada por mares de chilenos de mierda, bolivianos de mierda, paraguas de mierda, brasucas y uruguas de mierda y gringos de mierda que vienen a robarnos la tierra y los acuíferos. O una isla de peronistas de mierda, radicales de mierda, militares de mierda, zurdos de mierda, negros de mierda y judíos de mierda con un perímetro de bellas nacionalidades dispuestas alrededor. Mirada así, la Argentina no es un país sino un túnel.

¿Porqué somos así? Mi única respuesta viene de mi experiencia personal y es: porque no viajamos lo suficiente por la Argentina, no la conocemos y hablamos de ella sin saberla mucho. Así los argentinos, según su humor y escala social, cuando hablan de su tierra dicen más “este país” o “el país” que “nuestro país” o “mi país”. Expresamos verbalmente que el país no nos contiene a todos y eso es visiblemente ridículo ya que hay pocos países más naturalmente dispuestos a contener gente que éste.

Tuve la suerte de recorrer la Argentina varias veces en las últimas décadas y sí: en 1989 daba ganas de llorar por muchas cosas. Rutas calamitosas, aeropuertos patéticos, hotelería y gastronomía primordiales, muchos resabios de patoterismo militar y policial, identidades y producciones culturales borroneadas por la dictadura. Pero aun así era un país tan grande y bello que invitaba a creerle, a hacerlo. Y bien o mal, hicimos bastante. Salvo cuando intervienen los chorros, los piqueteros, las huelgas salvajes en los aeropuertos o las propias empresas aéreas, la experiencia del turista extranjero en Argentina es muy buena y como guía de turismo, doy fe. Les gusta la capital, la naturaleza, la gente, la comida, el vino, la música, etcétera.

A mí también me gusta mi país. Cada vez que salgo de la vorágine porteña y granbonaerense a las provincias vuelvo de otro humor, más confiado y sereno. Cada vez que me voy por ruta en un viaje largo me gusta escuchar algunas radios AM porteñas hasta que pierdo la señal: me gusta dejar atrás esos programas de radio con periodistas que opinan de cualquier tema pero siempre políticamente correctos, junto a la grosería gritona o empalagosa de los mensajes de los oyentes. Cuando vuelvo, no tengo ganas de escucharlos. Prefiero el jazz. Tardo algunos días en volver a sintonizar el ruido de fondo de la civilización porteña. Cada vez que vuelvo a Buenos Aires no comprendo porqué para ser argentino hay que acalorarse tanto.

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