39. La hotelería argentina

 In Blog, Guía Existencial Argentina, I. Argentinas y argentinos

Ya dije antes que la hotelería en Argentina mejoró muchísimo desde principios de los 90 en todos los territorios turísticos y en las principales ciudades de cada provincia. Hoy sólo en pueblos y pequeñas ciudades ajenas a toda forma de turismo o actividad industrial (como el petróleo o la soja) se ofrece más o menos lo mismo que hace veinte años… salvo por la televisión satelital o de cable en cada habitación, incluso en el cuartucho más sencillo.

Entre Salta y Ushuaia y entre Buenos Aires o Mar del Plata y Mendoza se construyeron cantidad de hoteles de cinco estrellas y el resurgimiento del Llao Llao de sus cuasi-ruinas es un ejemplo paradigmático: incluso figuró en los billetes y estampillas argentinos… mientras estaba cerrado y era impunemente saqueado.

Desde la Quebrada de Humahuaca a Pico Truncado y desde la selva misionera a los lagos del sur surgieron posadas y hosterías con encanto y lodges para los happy few que andan pescando a la mosca o cazando a razón de cientos o miles de dólares diarios, según parece, todo en negro en este rubro. Las fincas salteñas y misioneras y las estancias cordobesas, pampeanas y patagónicas se abrieron mucho y bien al turismo, donde los extranjeros son franca mayoría: diríase que para un argentino ir a dormir a estancias es un poco como para un esquimal hacer turismo en paradores-iglú.

Hoy tenemos simpáticos hostels juveniles en cada ciudad; hoteles gay en las capitales; hosterías y lodges que no admiten menores de quince años; tiempos compartidos y apart-hoteles bien puestos y hasta esa zoncera de los hoteles temáticos: la fiesta de disfraces de la hotelería posmoderna. A mi gusto hay que ser un turista bastante bizarro para ir a hospedarse en un hotel temático del vino, el tango, el fútbol, el polo, la literatura, el automovilismo o la política argentina. Cada loco con su tema.

Me llenan admiración los argentinos y sobre todo los extranjeros que creyeron en nuestro potencial turístico e invirtieron de su peculio y/o el de socios o inversores en establecimientos hoteleros, algunos en los lugares más obvios y otros en los más inauditos. A despecho de mil dificultades (donde la logística y la fuerza de trabajo no suelen ser las menores) muchos de estos emprendimientos se afianzaron y otros siguen luchando en un país que pasa de ser caro a regalado como si nada fuera.

Como ejemplo de lo difícil que es ser empresario hotelero en algunas regiones del país, valga el caso de la posada Colomé en Salta: pese a que su dueño era uno de los suizos más ricos del mundo, tuvo que cerrar sus puertas. El señor Donald Hess no logró hacer funcionar a la suiza a su remota posada calchaquí. Pequeño y bien funcionante es el hermoso hotel de Francis Ford Coppola en Palermo Viejo (Soho no me gusta nada), Rincón Escondido.

Así las cosas, me llaman la atención esos enormes hoteles que nunca cierran desde Puerto Iguazú hasta El Calafate y están abiertos en baja temporada, incluso semivacíos. Es un fenómeno que comenzó en Pinamar en los 90 con la inversión hotelera de un gran magnate postal de modales bruscos con la competencia y consigo mismo, ya que acabó suicida. Entonces fue la primera vez que personas del rubro hotelero me explicaron el potencial de la industria hotelera como máquina lavadora de dinero sucio. No sólo se inflan mucho los costos de construcción, decoración, equipamiento y gestión. Además se declara plena ocupación a tarifa mostrador todo el año a despecho de temporadas bajas o malas. Se paga con gusto IVA, ingresos brutos y todas las tasas provinciales y municipales para transformar valijas negras de dólares sucios en limpias cuentas bancarias… que hasta no hace mucho desde Argentina se podían girar libremente al exterior. El gran hotel de cien habitaciones a quichicientos dólares diarios no se sostiene con turistas de carne y hueso sino con fantomáticas convenciones y congresos (de traficantes de drogas, armas, órganos, seres humanos, dineros públicos malhabidos o cualquier otro negocio ilegal) que duran semanas o meses y ocupan todo el hotel sin nadie, gastando incluso en bar y restaurante. Así funciona la cosa: se construye un hotel grande y caro (posiblemente con crédito público y/o desgravación fiscal) y se lo declara lleno todo el año: la AFIP está feliz de cobrar impuestos y nunca enviará un inspector a mirar libros o habitaciones en esos lugares remotos. A simple vista se nota que progresamos mucho desde los tempranos 90 en esta hotelería vacío-llena que nunca quiebra, la cadena Money Laundering Argentina.

Otra variante (que no sé hasta qué punto está ligada a la anterior) es la del hotel de lujo con casino que proliferó en cada capital provincial y ciudad más o menos próspera por vía de la soja o el petróleo. Como aborrezco el juego, nunca me alojé en hoteles semejantes y jamás lo haré aunque a alguno por curiosidad profesional le eché un vistazo. Casi siempre es una porno-hotelería desde la fachada a los decorados e instalaciones y restaurantes. No son verdaderos hoteles para viajeros de recursos y buen gusto sino moteles-alojamiento para ludópatas. A mi gusto un hotel plantado sobre un casino es lo mismo que otro sobre una fábrica de chorizos: yo no sabría conciliar el sueño en un lugar así. Sería interesante que la AFIP algún día examinara sine ira et cum studio a la contabilidad de todos los hoteles-casino del país, a ver qué sale.

Hace ya años que cualquier viajero curioso en El Calafate recibe de los lugareños la vulgata de que buena parte de las plazas hoteleras y emprendimientos importantes del lugar serían propiedad de testaferros, parientes o miembros de la familia que gobernó a nuestro país durante doce años más cuatro. Ahora esta suerte de “leyenda patagónica” se extendió a Bariloche donde se dice que la misma familia o adláteres compraron los mejores hoteles de la comarca y su centro de deportes invernales además de interesarse por la navegación en el lago Nahuel Huapi, que en otra época fue negocio excluyente del nefando ex general “Pajarito” Suárez Mason.

Las primeras dos o tres temporadas de la década pasada fueron complicadas en el país turístico receptivo del extranjero: ya no éramos un destino “barato” sino de los más caros. A fines de 2012 un turista financista inglés al que guiaba por Buenos Aires me comentó mientras bebíamos un chopp de cerveza en La Biela de Recoleta que al cambio “blue” ese chopp era más caro que en un pub londinense y el doble que en España. Al cambio “oficial”, ni hablar. Diez años después, es un viva la pepa al revés.

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