5. Los perros argentinos

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Me gustan los perros y salvo cuando viví en el mar o en el extranjero siempre tuve al menos uno. En mis viajes por la Argentina estuve más atento al lado humano de las cosas y así hay regiones enteras en las que no tuve mayor noticia de perros. Pero en otras regiones afloró en mis recorridos el perro, con facetas bien disímiles. Me reservo estudiar más a fondo el tema, pero éstas son mis primeras impresiones.

Nadie sabe cuántos perros hay en Argentina pero si sólo en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires hay más de medio millón, admitiendo que la gente que vive en casas o departamentos no puede tener más perros que quienes viven en el campo y que en las ciudades y pueblos del interior los argentinos tienen más o menos la misma cantidad de perros que los tres millones de porteños, mi estimación es que hay por lo menos unos siete millones de canes argentinos. Una república canina dos veces más poblada que la humana República Oriental del Uruguay en un territorio quince veces más grande: así las cosas no sorprende que la población perruna argentina sea bastante variada y como los perros tienden a parecerse a sus dueños, bastante similar en más de un sentido a los propios argentinos.

Ahí tenemos la cabeza de Goliat, donde este es el nombre de un cuadrúpedo: la perritud porteña y de los suburbios bonaerenses más acomodados es de apellidos rebuscados como Weimaraner, Pitbull Terrier, Rottweiler o Lhasa Apso y aunque se llamen Labrador o Golden Retriever y al origen sean perros de trabajo, viven de rentas desde cachorros. No sé dónde van los perros que pasan de moda en la frívola Ciudad Autónoma: ¿dónde están los Cocker Spaniel, Caniche, Pekinés, Gran Danés y Doberman de antaño? Por suerte los pastores alemanes gozan de buena salud en el interior de la República perruna, menos sujetos a las modas y más a los afectos.

El perro porteño es un privilegiado: tiene paseador, un ser humano que por ley debería recoger a mano la caca que sus clientes hacen en la calle; pet shops o tiendas especializadas de alimentos (incluso dietéticos), equipamientos, entretenimientos y gadgets; clínicas veterinarias confortables (incluso con tratamientos homeopáticos) y terapeutas de perros, además de adiestradores; librerías con bastantes títulos para que sus dueños se instruyan; restaurantes pet-friendly, criaderos, pensiones y hoteles en las afueras y hasta algún cementerio privado. Los perros del interior no envidian ni odian a los perros porteños sólo porque no miran televisión y sus dueños no los llevan de paseo a la capital: ojos que no ven, corazón que no siente. Pero no toda la vida del perro porteño es dulce: al contrario, es un castrado que no sabe ladrar, al que le impiden marcar su territorio, que no come carne porque la caca huele mal, que no come pasto cuando le duele la panza, que no aúlla a la luna, no conoce el placer de revolcarse en la arena, el pasto o el barro, dormir sobre un colchón de hojas, correr tras una perra en celo, escaparse de casa de vez en cuando y saber volver, salir con su dueño al campo. En suma, es un pobre esclavo y prisionero.

En las grandes ciudades argentinas hay aristocracias y burguesías perrunas similares a la porteña pero en pequeño y más chapadas a la antigua en materia de razas. Con más casas, menos departamentos y bastante menos sofisticación que en la Ciudad Autónoma, los perros urbanos de provincia parecen más felices que los capitalinos.

Otra vida es la de perros suburbanos, sobre todo del Gran Buenos Aires, en los barrios de casas con jardín o casas quinta: es la cultura perruna argentina más insoportable, hecha de ladradores feroces y furiosos si están atrapados detrás de un cerco o ladradores atrevidos pero locos si pueden salir a la vía pública a importunar a peatones, ciclistas, motociclistas, jinetes o autos por el delito perruno de circular frente a su territorio. Que algo falla en la relación humano-canina en estos suburbios lo demuestra, además de lo recién mencionado, la cantidad de perros vagabundos, perros muertos abandonados y los que recogen la perrera y las organizaciones filocaninas. En todo poblado sano, el perro clochard es amado, tolerado y alimentado por buenos vecinos.

Más allá de las ciudades, la perritud argentina es variada: en las praderas húmedas el perro de campo suele ser descendiente directo del Border Collie. Como ya no hacen falta pastores, los perros pampeanos son más bien de guardia y compañía, y por causa de los abrojos hay quienes los prefieren de pelo corto. Otra perritud que llama la atención es la del choco o perro de las montañas y la Puna: es un perro indefinible, no muy grande y lanudo que suele calentar los pies del dueño en las noches de invierno. Uno que me resulta repulsivo es el can nacional argentino o Dogo: es un perro facho, killer (en jauría, jamás solo) de jabalíes, inútil para otra cosa, peligroso salvo quizá para sus dueños. Tampoco me gustan los velociperros o Galgos, que los hay en algunas provincias del interior donde hay canódromos y quienes apuestan en sus carreras.

A mi gusto el perro argentino más genial, inteligente y feliz es el Barbucho o perro pastor patagónico, descendiente del Bearded o Highland Collie escocés llegado desde las Malvinas y que se encuentra en todas las estancias que crían ovejas. Hay que verlos trabajar una vez con un rodeo para entender que todo lo que antecede es una deformación antrópica de la palabra e idea “perro” y que el verdadero animal es el Barbucho patagónico caudillo del ganado lanar. Es el perro en acto en el paraíso terrenal de los perros ovejeros: cientos o millares de especímenes lanares para obligar a comportarse como quiere el amo, vastas estepas, buena comida y una estufa de leña a la noche cerca de ellos: ¿qué más puede pedir un ovejero en la vida?

Pero más al sur, en la isla Grande de Tierra del Fuego hay otra perritud anárquica y sin dueño, de la que digo más en las jaurías fueguinas.

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