BERGOGLIO UNA BIOGRAFÍA POLÍTICA
Éste debe ser el cuarto o quinto libro de Loris Zanatta que tengo el gusto y privilegio de traducir al castellano. Traducir es algo que me gusta mucho en general, pero sobre todo cuando se trata de ensayo, biografía e historia que son las cosas que más me gusta leer. Al traducir aprendo y tanto más sobre un argumento como éste: soy agnóstico y nutro un desinterés total por los temas religiosos de cualquier dios. Leo unos cuatro diarios cada día (dos en castellano, dos en inglés) pero en cualquier noticia sobre temas y personas religiosas nunca voy más allá del título. No me interesa nada de la vida de papas, ayatollahs, dalái lamas o rabinos ni de sus asuntos. Así, yo ignoraba quién era Jorge Mario Bergoglio: sabía apenas que había sido arzobispo porteño, que se llevaba muy mal con Néstor Kirchner y luego muy bien con su viuda, que fue papa y poco más: al año de que lo paparon, guié a un equipo de televisión francesa tras sus huellas en la ciudad y eso fue todo*. Tras leer y traducir la biografía política que escribió Loris Zanatta (que devoró no sé cuantas toneladas de escritos, discursos y documentos, porque quien se describe como nefasto es el propio Bergoglio en sus propias palabras) descubrí a un personaje hipócrita y manipulador como sólo algunos grandes líderes populistas y autoritarios pueden serlo. Me sorprendió mucho tener que reconocer que, en algo, el chiflado energúmeno bocasucia Javier Milei tenía razón, cuando llamó a Francisco I “representante del maligno en la Tierra”. Se sabe que los locos a veces, sin querer, pueden decir grandes verdades.
Desde su juventud, Jorge Bergoglio se nutrió de lo más rancio del nacionalismo católico argentino, uno de los más pestíferos del mundo. Un catolicismo integralista, autoritario y hasta fascista, antiliberal y populista, antiiluminista, anticientificista, enemigo del racionalismo y la enseñanza laica.
A principios de los ‘50, Bergoglio militaba en la nefasta Acción Católica (los de “Cristo Rey”) y simpatizaba con el gobierno peronista: de ahí abrevó esa filosofía anticapitalista y antiliberal que conservó hasta su muerte. A fines de los ‘50 entró a las filas jesuitas, punta de lanza del catolicismo más antiliberal como en las figuras de Hernán Benítez, confesor de Eva Perón y Leonardo Castellani, franquista enemigo de la democracia.
A mediados de los ‘60, Bergoglio tuvo contactos pero no adhirió al izquierdista Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, en cambio colaboró con la derechista Guardia de Hierro, que echaría profundas raíces en la jesuita Universidad del Salvador, bastión de Bergoglio. No se sintió en absoluto fastidiado con la dictadura militar de Onganía. Solía citar de memoria a Perón y a la Perona, invocaba la “justicia social” y se consolidaba su filosofía pobrista y su “pensamiento nacional”: “los pobres eran víctimas de los ricos, el Sur del Norte, los católicos de los protestantes” escribe Zanatta y un poco más adelante, “Cuando imprecaban contra “el imperialismo del dinero”, tercermundistas y guardianes de hierro entendían los Estados Unidos. Bergoglio también”. A lo largo del libro se constata cómo el futuro papa odió visceralmente toda su vida a dos países: Estados Unidos y Francia, a ésta a causa de su arraigada “laicité”. Sus referentes intelectuales eran sobre todo Amelia Podetti, la “filósofa” de Guardia de Hierro (de quien absorbió el odio a Calvino, Hobbes y Locke) y Alberto Methol Ferré, “el único peronista uruguayo”. Bergoglio revisionaba la historia latinoamericana en clave reaccionaria: los libertadores no estaban embebidos de ideas iluministas sino en guerra contra el “racionalismo borbónico” inspirado en Francia y enemigo de la cristiana hispanidad. Los no católicos eran herejes, “el pluralismo era desconocido en el mundo de Bergoglio”.
En los años en que crecía la guerrilla y muchos católicos se unían a ella y al marxismo, Bergoglio, ya nombrado provincial de la Compañía de Jesús (31/7/73), defendía una “teología del pueblo” y como “buen jesuita, contaba con una densa red de relaciones políticas, militares, sindicales” y él mismo admitió que “a veces fui autoritario”. Así como la derecha peronista combatió a la izquierda “infiltrada”, Bergoglio hizo lo mismo entre los jesuitas. El peronismo era la religión de la patria, la fe del pueblo. En 1974, discurseaba contra las “teorías que no surgieron de nuestra realidad nacional” y tronaba que “el pueblo no es iluminista” y contra la “colonización ideológica”, es decir, todo lo que no fuera nacionalismo católico pobrista. Ideológicamente cercano, Zanatta sospecha que el provincial jesuita Bergoglio tuvo que haber tenido algún tipo de relación con José “El Brujo” López Rega, creador de la Triple A. Sí tuvo una relación muy cercana con el coronel Vicente Damasco, ministro del interior de Isabel Perón e impulsor del delirante manifiesto “Modelo Argentino” de 1974 que sería el testamento político de Perón. Tras la muerte de éste, Bergoglio publicó un documento titulado “Historia y Cambio” en el que sostenía que “el cambio revolucionario” implicaba “el retorno a las líneas maestras de la tradición hispánica-indígena” (¿¡!?). Cuando el padre Carlos Mugica fue asesinado Bergoglio no dijo nada, pero treinta años después lo santificó. Lo mismo que hizo con el obispo Angelelli. El jefe de la Compañía de Jesús le ordenó que dejara la Universidad del Salvador, llena de docentes montoneros y trostskystas del ERP. Bergoglio obedeció, pero dejó a cargo a Guardia de Hierro. Que hizo limpieza de “bolcheviques”, tal como el provincial Bergoglio lo hizo de “delirantes” embebidos de “ideologías europeas” en su Compañía.
Sobre la salvación de vidas durante la dictadura militar, escribe Zanatta: “Pio Laghi el Nuncio Apostólico, salvó muchas más que Bergoglio pero lleva el estigma del “cómplice””. Y escribe que hay sombras y misterios escabrosos sobre su comportamiento en esos años, “sobre los cuales el Papa Francisco no ayudó a hacer claridad”. “Durante el Proceso, Bergoglio calló como calló su mundo y casi todo el país”. A los jesuitas Yorio y Jálics primero Bergoglio los condenó con lo que escribió sobre ellos y luego los sacó de la ESMA donde estuvieron secuestrados 5 meses, tratando directamente con el ex almirante Massera con quien se entendía mejor que con el ex general Videla, ya que el primero era un “nacional católico” y el segundo, un “liberal”. Retribuyó al asesino otorgándole un título académico de la Universidad del Salvador y permitiéndole que diera una clase magistral donde Massera habló con las mismas palabras que usaba Bergoglio sobre la “penetración tecnocrática” y la “descristianización”. Muy vivo, Bergoglio no estuvo personalmente en el homenaje que dejó en manos de su admirado padre Quiles, gran amigo de Gadafi y de la Logia P2.
Cuando la Comisión Interamericana de los Derechos Humanos llegó a Buenos Aires para investigar sobre los desaparecidos, Bergoglio fue parte del “muro nacional católico:”nosotros los argentinos somos derechos y humanos””.
Peor aun, Bergoglio fue un “malvinero” convencido que simpatizó con la delirante aventura dictatorial. Más peor, detestó el imprevisto triunfo del laico socialdemócrata Alfonsín e hizo todo lo que pudo por desgastarlo: contra el divorcio, contra los juicios por violaciones a DDHH (la Iglesia pretendía “amnistía” y se ausentó de la CONADEP, junto a los peronistas). Y como si no bastara, también apoyó a los sindicatos únicos peronistas de origen fascista contra la fracasada democratización gremial procurada por Alfonsín. Pero a mediados de los ‘80 Bergoglio, por órdenes del Vaticano, se quedó sin Compañía de Jesús y sin Colegio Máximo: se había pasado de la raya y lo mandaron a estudiar a Alemania, sin cargo alguno. El cardenal Quarracino lo rescató del exilio y ambos se alegraron con el triunfo de Menem en 1989. “Sin Quarracino, no habría habido Papa Francisco” escribe Zanatta y efectivamente, con él comenzó su ascenso: obispo auxiliar de Buenos Aires en el ‘92, obispo coadjutor y sucesor en el ‘97, arzobispo en el ‘98, cardenal en el ‘99. Vicepresidente del Sínodo vaticano en 2001. Casi Papa en el cónclave de 2005 que eligió a su despreciado Ratzinger, un “racionalista” que cometía el pecado de reconocer las virtudes del iluminismo. Para que perdiera, los Kirchner se ocuparon de difundir entre los cardenales hispánicos la “traición” a los jesuitas Yorio y Jálics.
Desde 1996, con las protestas de la Villa 31 contra el trazado de una autopista, Bergoglio se volvió villero y nunca más dejó de serlo. Oportunista, guió la procesión que llevó el féretro del asesinado padre Carlos Mugica del Cementerio de Recoleta a la parroquia de Cristo Obrero en la Villa 31. Caradura, se lanzó a propiciar la enseñanza religiosa en la escuela pública. Hipócrita, “mediaba” entre el gobierno y los sindicatos liderados por Hugo Moyano, su gran amigo desde los tiempos de Guardia de Hierro. En el Te Deum del 25 de mayo de 2000 se permitió humillar en público al recién electo presidente de la República mientras acogía a Moyano en la fiesta de San Cayetano. Y triplicó el número de curas villeros. En la crisis del 2001, escribe Zanatta, “antes de erigirse en bombero había sido pirómano”. A Kirchner y Bergoglio, Zanatta los llama “dos gallos en un gallinero”. Al país de Néstor Kirchner, Bergoglio lo describía con “bloqueos camineros, piquetes, niños en la calle, mendigos, drogados, pedófilos”. Tanto él como su viuda lo llamaban “el jefe de la oposición”. Y aunque la delincuente mafiosa Milagro Sala recibía millonadas del gobierno K, Bergoglio la exaltó y protegió. Cuando se aprobó el matrimonio igualitario en CABA, Bergoglio depositó un ejemplar de la Constitución Nacional a los pies de la Virgen de Luján para que “estuviera claro quién estaba arriba y quién abajo”, escribe Zanatta.
Cuando lo eligieron Papa, el mundo enloqueció. Hasta la revista Rolling Stone le dedicó una tapa. No sabían quién era, ni que el nacionalismo católico anti racionalista y antiluminista que lo inspiraba desde joven era uno de los más reaccionarios del mundo. “Como todos los populistas, tenía una visión conspirativa de la historia. Detrás de cada problema descubría “una red de intereses, el poder imperial”. Siempre había soñado demoler a “la modernidad liberal””.Y más adelante: “Camaleónico como Perón, Bergoglio adecuaba el mensaje a quien lo escuchaba”. Así, “En el Sur no se veía al Papa “progresista” que seducía a los “progresistas” del Norte”. Enemigo de la Europa liberal decadente, el hipócrita Bergoglio comenzó a evocar a los “padres fundadores” democristianos de posguerra, a quienes jamás había mencionado antes y más bien despreciaba. “Un marciano que bajando a Tierra se hubiera hecho guiar por el Papa habría aterrizado en cualquier lado menos que en Europa”. Detestaba a la Unión Europea al punto que sostuvo la grosería de que estaba “en guerra” por el separatismo de Cataluña y Escocia. Nutrió simpatía por lo peor de la política europea: el Movimento Cinque Stelle, Podemos, Syriza. Todos chavistas, como el propio Bergoglio: la Iglesia venezolana era enemiga de Hugo Chávez pero los jesuítas habían apoyado su surgimiento y él detestaba a la Iglesia venezolana tanto, que apoyó a Nicolás Maduro hasta su muerte e incluso pidió personalmente a Putin que lo ayudara: en Venezuela, Bergoglio es Judas. Aborrecía particularmente a Francia por su laicité y la eutanasia. Prefería los países periféricos del Este, a los que advertía contra el contagio de la modernidad liberal. En Eslovenia, logró que un referendum aboliera el matrimonio gay. En Italia se entrometió en los asuntos públicos y políticos como si estuviera en Argentina. Respecto a las esferas religiosa y política, como “buen jesuita peronista, sostenía una tesis y también la opuesta”.
Si en Buenos Aires le había resultado sencillo hacerse el ecuménico con protestantes, musulmanes y judíos, en el mundo hizo quilombo. Irritó a los ortodoxos turcos y rusos, a los suníes y a los chiítas. El colmo fue cuando viajó a Suecia por los 500 años de la Reforma. Él, que siempre había tenido por enemigos malditos a los protestantes, dejó a muchos espantados al cantar loas a Lutero. Es que en rigor, para él, el verdadero enemigo padre de la modernidad era Calvino. Con los judíos nunca logró sintonizar, a pesar de sus esfuerzos. Y después del 7 de octubre de 2023, cuando habló de “genocidio” en Gaza, la relación estalló.
Los comunistas se alegraban de que fuera “comunista” y los anticomunistas se indignaban de lo mismo y el se hacía el sorprendido. Solía decirle a los jóvenes “¡sean revolucionarios!” y en la siguiente homilía declaraba “hoy está de moda ser revolucionario”. De la Argentina “recordaba a las amistades comunistas. Callaba sobre aquellas fascistas, mucho más numerosas”.
Y sobre la homosexualidad, él que de joven era homófobo, ganó mucha popularidad cuando dijo aquello de “¿quién soy yo para juzgar?”. Pero en los países que visitaba donde la homosexualidad se castigaba con la muerte, se callaba la boca. Zanatta lo define “un Papa de geometría variable”. Rechazó las credenciales del embajador francés al Vaticano porque era gay, pero le concedió una larga audiencia.
Se construyó una Iglesia a medida: “uno tras otro puso hombres suyos en todas partes, la Iglesia asumió sus semblanzas. Normal para quien había crecido en la escuela peronista”.
En sus viajes por América Latina premiaba a sus favoritos: Evo Morales y Rafael Correa, se hizo amigo de Raúl Castro y visitó al también jesuita Fidel, pero no recibió a las disidentes mujeres de blanco; desdén para los gobernantes paraguayos, igual que para Macri y los presidentes mexicano, colombiano y peruano, todos despreciables liberales. A Alberto Fernández lo crucificó por la ley del aborto. A Milei le perdonó los insultos blasfemos por invocar “las fuerzas del cielo”. De la dictadura nicaragüense de Daniel Ortega, que persigue hasta a la Iglesia, nunca dijo nada. Tampoco criticó jamás a China, a cuyos dirigentes comunistas les chupó las medias sin pudor, a pesar de todas las vejaciones que sufrían los obispos y fieles católicos chinos, con sus iglesias vandalizadas. En la guerra civil siria, con el pretexto de ayudar a los católicos sirios, hizo un desastre con el único propósito de perjudicar a Estados Unidos: ayudó al triunfo de ISIS, de Assad y de Putin. También hizo lío en su viaje a Turquía, del que Erdogan quedó chocho. Cuando fue a Armenia a los armenios les habló del genocidio realizado por los turcos, pero a los turcos no les decía nada de eso. Y calló durante la feroz represión tras el golpe contra Erdogan en julio de 2016.
Muy ambiguo, por decirlo suavemente, fue en relación al terrorismo islámico, al que jamás llamó “islámico”. Cuando fue la masacre de Charlie Hebdo no se le ocurrió decir nada mejor que “no se le puede tomar el pelo a la fe”. Y agregó que si insultaban a su madre, se podía recibir un puñetazo. Poco después recibió en Vaticano al presidente iraní y cuando le preguntaron porqué no hablaba nunca de violencia islámica respondió que también hay “violentos católicos bautizados”. Según él, el primer terrorismo era “la economía mundial centrada sobre el dios dinero”.
Respecto a Rusia, a la que siempre admiró, estableció muy buenas relaciones con Vladimir Putin (con quien se encontró tres veces) y el corrupto millonario patriarca Kirill. No dijo nada sobre la invasión rusa de Crimea y el este de Ucrania ni de las persecuciones de católicos ucranianos por los rusos. Los obispos ucranianos que lo visitaron en 2015 le dijeron que se sentían traicionados. Pero la culpa era de la OTAN, que “había ladrado” en las fronteras rusas. Con Kirill se reunió en 2016 en La Habana para hablar sobre el “desarrollo de la civilización humana” en una isla que ambos definieron “símbolo de esperanza del Nuevo Mundo”. A los ucranianos los conminó a “no defenderse, ni tanto menos atacar”.
Muy gracioso fue su viaje primero a Cuba y luego a Estados Unidos: “Quien ignorando todo se hubiera dejado guiar por sus discursos, habría deducido que en la isla reinaba la virtud y en el continente, el vicio” escribe la aguda pluma de Zanatta.
Sobre la pedofilia eclesiástica y su ocultamiento cómplice, Bergoglio sabía bastante pero hizo poco. Era muy amigo del reo abusador padre Grassi y protegió a otro pedófilo, el obispo Zanchetta. En Chile fue aun más vergonzoso, porque defendió a capa y espada a un obispo encubridor de un sacerdote pedófilo pero el escándalo fue tal que los 34 obispos chilenos acabaron presentándole su renuncia.
En Tailandia criticó a la globalización y “sus graves consecuencias en el desarrollo de las sociedades locales”…Zanatta apunta que en 30 años, Tailandia había reducido la pobreza del 58% al 6,5%.
Con el guacho húngaro Viktor Orbán se encontró cuatro veces y lo cubrió de elogios.
Pero bueno, no quiere decir nada. Como señala Zanatta en el capítulo final de esta aniquilante biografía, “El principio de contradicción nunca lo inhibió. Abrazar a quien detesta, dar besos de la muerte, tampoco”.
Tras traducir estas páginas, del primer Papa argentino diría, como dijo de sí mismo un famoso francés, que en su vida hizo mucho mal y poco bien. El mal que hizo, lo hizo bien y el bien que hizo, lo hizo mal.
ADDENDA: Lo que me duele de este libro es el precio. El original en Italia cuesta 19 euro. Acá, más del doble. Así es como la industria editorial argentina desaparecerá y, si seguimos siendo el lugar más caro del mundo, también desapareceremos como país.
*Bueno, en rigor ya había traducido antes, también de Loris Zanatta,”Puntero de Dios”, de modo que no estaba totalmente en ayunas al respecto.