Nací argentino de primera generación en el barrio de Palermo en el otoño austral de 1956. Mi padre, Mario Bigongiari, era un arquitecto toscano llegado a Buenos Aires ocho años antes. Mi madre, Eleonora Smolensky, escribía cuentos infantiles en Editorial Abril y llegó antes de la guerra mundial, cuando toda su familia dejó Trieste por causa de las leyes raciales de Mussolini. Salvo un primo que emigró a Israel y un tío y una tía a Australia, además de la hermana de mi abuela que fue escondida durante toda la guerra por un valiente médico psiquiatra veneciano, el resto de la familia de mi madre fue exterminada en la Shoah.

Mi infancia transcurrió en esas calles entre el Jardín Botánico y la ex Penitenciaría (hoy Parque Las Heras) cuyos muros y torreones a medio derruir a principios de los 60 eran un espléndido panorama, para un pibe. Hice la primaria en una de las mejores escuelas públicas de la ciudad, el Juan José Castelli que entonces estaba al lado de la embajada de Francia, calle Cerrito. En esos años de una Argentina que ya no existe, íbamos a la escuela pública el hijo del ministro de relaciones exteriores, los dos hijos de Tato Bores y el hijo de María Concepción César, hijos de profesionales e hijos de porteros. Jamás, en mi escuela primaria, percibí la menor distinción de origen o clase social. Éramos todos compañeros, en el sentido no peronista de la palabra.

Entré al Colegio Nacional Buenos Aires en 1969. Y me fui en 1972, en una suerte de protesta grupal, junto a Arshes Anasal y Gerardo Gambolini. Cursé cuarto y quinto libre en el Mariano Moreno. Entre medio, en 1973, me fui seis meses de viaje a dedo desde Buenos Aires hasta Ciudad de México, por “la ruta del Che”. A los 17, gracias a que mi viejo me independizó, fui mayor de edad.

Me salvé de hacer la colimba en esos años inmundos por ser clase ’56. Y por ser también italiano allí hice sólo 4 días de servicio militar con varios tests y exámenes. Un capitano Ortiz (no el de Il Deserto dei Tartari) trató de convencerme de que me enrolara en el ejército italiano: me dijo que podía ser un buen oficial de inteligencia. Pero yo venía de un país donde ser milico era peor que ser abogado, o lo mismo a fines presidenciales.

Cursé el primer año de Ciencias Exactas y Naturales en la UBA con una sensación de creciente desamparo. Aunque estaba muy metido en actividad política estudiantil desde el secundario, la creciente polarización y violencia me dejaron aislado y a fines de 1974 me fui a estudiar a Italia.

Viví un tiempo en Pisa, luego en Milán, después de nuevo en Pisa y en Barcelona, finalmente pasé un año de hippie vendiendo bijouterie por los pueblos y ciudades del sur de España. A principios de 1980 embarqué como grumete en un carguero suizo recién botado en Nagasaki. Navegar en marina mercante me gustó y cuando desembarqué cursé en un año y medio los cinco años de la escuela náutica italiana, en Livorno. Volví a embarcar en otros cargueros (todos suizos) como oficial cadete, tercer oficial de cubierta y segundo oficial. Di un par de vueltas al mundo y conocí puertos de Asia, África, Europa, Oceanía y las Américas. En 1987 compré en Port Elizabeth, Sudáfrica, un velerito llamado Misty de 28 pies, pasé algunos meses preparándolo y preparándome y con él (y una acompañante) crucé el Atlántico Sur de Ciudad del Cabo a Río de Janeiro vía Santa Helena, guiándome sólo con sextante, brújula y cronómetro. Mis dos aterrizajes exactos en Saint Helena y Martim Vaz además de la bahía de Guanabara fueron los mayores orgasmos intelectuales de mi vida.

Volví a vivir en Argentina a fines de 1987. En un viaje anterior, en 1985, había publicado mi primer libro de poesía (Tatuajes, que puede leerse aquí en Poesía) en una edición conjunta con Jorge Fonderbrider y Gerardo Gambolini.

En 1989 concebí la idea, convencí al cliente, armé el equipo, realicé los viajes en auto y dirigí el trabajo de la Guía Pirelli de Argentina 1990, que fue mi primer y último best seller, que agotó cuatro ediciones de 10 mil ejemplares. Así siguieron las Guías Pirelli de Buenos Aires y Alrededores con Costas del Uruguay, la segunda Guía Pirelli de Argentina (1995) con el doble de páginas y la Guía Pirelli del Uruguay, con la que provoqué un pequeño escándalo diplomático que en otra ocasión contaré, porque es muy divertido. Todas guías agotadas y nunca más reimpresas porque Pirelli dejó de ser lo que era: hoy es de propiedad china.

En este rubro, escribí también las primeras ediciones de las guías Viajar Hoy de Buenos Aires, Patagonia y Cuyo; una guía Filó de Buenos Aires y Argentina que quedó inédita; la Guía BUE (que considero mi trabajo más personal) y la serie de cinco guías YPF (Patagonia, Noroeste, Cuyo y Córdoba, Litoral y Buenos Aires, además de los textos del Atlas rutero) que tuvieron un total de trece ediciones. También publiqué un par de pequeñas guías de escapadas con Planeta.

Desde que la descubrí como navegante, me apasioné por la cartografía. Con ayuda de un cartógrafo, creé la cartografía con simbolismos de los mapitas bicolores de las Guías Pirelli y los cuatrícromos de mi Guía BUE. Con Sergio Huykman, que sabe plasmar mis mapas mentales, hicimos uno de Viñas y Bodegas de los Andes (Bolivia, Chile y Argentina) y la que considero mi obra cumbre, el casi inédito mapa de Isla Victoria para la hostería homónima.

 

Después de algunos años de colaborar con revistas de enogastronomía, en 2004 lanzamos (con Lía Pichon Riviere y Antonio Terni) la Guía Austral Spectator de Vinos de América del Sur, que tuvo tres ediciones: la última (2006) fue el primer libro argentino en obtener dos Gourmet Award como una de las mejores publicaciones de vinos del mundo. A lo largo de cuatro épocas editoriales, la Guía Austral Spectator fue, hasta su decimocuarta edición (2018), la publicación decana y de referencia en materia de vinos argentinos de calidad. La fatiga de hacer durante quince años algo casi imposible en Argentina (crítica independiente de vinos), un cáncer de pulmón y la pandemia de Covid-19 cerraron esta experiencia.

Publiqué, además de antologías y colaboraciones varias, una traducción del italiano antiguo de la crónica de La Primera Vuelta al Mundo, que es uno mis trabajos que más me gustan. Y en 1999 gané el primer premio de cuento infantil La Nación/Sudamericana con El Archipélago, que ya republicaré aquí. No creo mucho en la literatura, pero tengo tres novelas inéditas (dos de ellas finalistas en sendos concursos internacionales) y algunos cuentos. En 2015 publiqué el libro de investigación política Guarangadas K y la Guía Teoría y Práctica de Pescados de Mar y Mariscos de Argentina. En 2017 autopubliqué en KDP/Amazon una novela breve de ciencia ficción llamada SHMM, el planeta de las hembras más inteligentes del Universo. Y en octubre de 2018, Emecé publicó mi novela Peronium. En abril de 2022 publiqué Cáncer de Capricornio, una crónica y ensayo sobre mi hasta ahora feliz experiencia con el cáncer.

También colaboré en la investigación y guionado de varias series para tv sobre sociedades secretas, masonería, el delirio atómico de la isla Huemul, la serie “un día en la vida de la Argentina” y el documental “Boca Juniors, la película” donde la idea central del guión (“el memorioso Funes”) me pertenece si bien el director no me dio el crédito correspondiente y se la apropió.

Me casé tarde, tuve dos hijos y me divorcié en 2014. Me gusta cultivar hierbas aromáticas y cocino casi todos los días si no estoy de viaje o fuera de casa.

Sin haberme vuelto rico, me reconforta vivir (desde que volví a la Argentina) de la escritura, porque es mi oficio y no lo cambiaría por otro. En los últimos años me dediqué con gran placer a traducir, sobre todo del italiano al castellano: llevo ya más de media docena de libros traducidos.

En materia religiosa soy agnóstico y en política, en un mundo ideal, tan socialista como se pueda sin menoscabo de la libertad individual. En el mundo real, me volví demarquista: propicio la democracia al antiguo modo ateniense es decir por sorteo, no por elección. Armé un (muy pequeño) grupo DEMARQUÍA en Facebook.

Vivo con mis dos hijos en una casa-quinta (ver en Blog la nota La Toscana en Escobar) en las afueras ya casi nada campestres de Buenos Aires. Me gusta vivir en la Argentina sobre todo por el habla de mi gente. Otros castellanos salvo el peruano me chirrian y otros idiomas, a pesar de que hablo cuatro o cinco, me hacen sentir extranjero. Excluyendo naturalmente a mi otra lengua madre el italiano, o mejor dicho el toscano, o más precisamente el livornés que no hablo, pero me hace morir de risa al escucharlo.

Diego Bigongiari