Elementos de rusofobia (II)

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Como ya dicho en la nota anterior a ésta dedicada al zar Pedro el Grande, la mía es una Z-rusofobia focalizada en Vladimir Putin y el 70% de rusos que apoyan su “operación militar especial” en Ucrania. Pero allí también decía que, desde hace más de tres siglos, Rusia es un enorme pantano putrefacto donde jamás hubo libertad, democracia o derechos humanos, un pueblo de prosternados ante la tiranía permanente, la corrupción y el desprecio por la vida humana. No se explica cómo de un país de semejante historia puedan haber surgido tan grandes artistas o científicos.

Esta crónica rusófoba se basa, como la anterior, en un “cherry picking” de Los Románov, la formidable obra de Simon Sebag Montefiore. Al morir el gigantesco y cruel Pedro el Grande en enero de 1725, quedó en el trono su esposa Catalina I quien, incluso todavía de luto, dio rienda suelta a juergas que duraban toda la noche y donde las mujeres rivalizaban con los varones en la ingesta de vodka. La emperatriz inició una tradición rusa que perdura hasta hoy: mantuvo la policía secreta de torturadores y asesinos de su esposo, pero le cambió el nombre. El príncipe Alexandr Ménshikov, antiguo amante de Catalina, se convirtió en el hombre fuerte del imperio y el más rico: créase o no, poseía 7 ciudades, 3 mil aldeas y 300 mil siervos. Para ser más que los mariscales, logró que ella lo nombrara generalísimo: el primero de una serie que llegaría hasta Stalin. Odiado por todos, su rapacidad no tenía límites: “tal es el dilema del poder en Rusia, entonces y ahora, donde la retirada de un líder es imposible sin la garantía de que no será procesado y de que su fortuna no será confiscada” escribe Sebag Montefiore.

El 1º de abril de 1726, en una borrachera imperial, Catalina ordenó que tocaran todas las campanas de San Petersburgo despertando alarmados a sus habitantes que salieron a las calles temiendo una tragedia para descubrir que era una joda de la emperatriz. A los cortesanos que llegaban a sus bailes con ropa que no le gustaba, los condenaba a beberse litros de vodka. La viuda dio rienda suelta a su apetito sexual, usando jóvenes hasta agotarlos. Durante las “noches blancas” de verano en que el sol no se ponía, Catalina ofrecía banquetes a las tres de la mañana y juergas cotidianas: se despertaba a las cinco de la tarde, para empezar de nuevo.

Le gustaban los desfiles militares nocturnos. Tantos excesos afectaron su salud y en mayo de 1727 (año en que desterró a todos los judíos de Rusia), murió y la embalsamaron mal.

Catalina I de Rusia

Ana de Rusia

Su nieto el gran duque Pedro, hijo del zarevitch Alexéi (asesinado por su padre Pedro el Grande) fue nombrado zar, con apenas 11 años. La futura emperatriz Ana, hija del zar Iván (hermano discapacitado de Pedro el Grande), vivía en un palacio considerado una “ignominiosa casa de putas”. Tenía innumerables amantes varones e incluso alguna joven princesa. Pronto el odiado dictador Ménshikov, enfermo, cayó en desgracia y fue desterrado a Siberia con su mujer y su hija donde el invierno los mató. Pero el gobierno del joven e inepto zar estaba paralizado. Por desprecio a su abuelo asesino de su padre, Pedro II abandonó San Petersburgo y se estableció en el Kremlin de Moscú. El día en que debía casarse, el 18 de enero de 1730, Pedro II murió de viruela. Tras disparatadas conspiraciones de familias de cortesanos que deseaban desplazar a la dinastía Románov, finalmente fue elegida emperatriz Ana, la fea tragahombres. Se autoproclamó coronela de su regimiento de guardia al que ella misma servía vodka y elevó a otro de sus amantes, un palafrenero, a gran chambelán y duque. Trasladó su corte a San Petersburgo donde se hizo construir un nuevo Palacio de Invierno. Sin hijos, vivía rodeada por un circo grotesco (Mamá Sin Piernas, Giganta Sin Manos, La Jorobada) y organizaba sangrientas peleas entre ellas así como partidas de lanzamiento de enanos: le hizo dar una paliza a su enano más viejo por pedir que no lo lanzaran contra la pared, pero luego pagó su curación.

Además de sus bufones, obligó a un príncipe y a un conde a trabajar de payasos en su circo. Otros aristócratas se vestían de gallinas y pollos y cloqueaban frente a la corte. Bisexual, vivía rodeada de chismosas a las que daba bofetadas si erraban en sus chismes. Ana, como Catalina, volvió a ordenar la expulsión de todos los judíos: a uno lo quemaron vivo por construir una sinagoga frente a una iglesia y convertir a un cristiano, que compartió la hoguera. Sebag Montefiore la define “perezosa, violenta y débil, distraída siempre con la caza, los chismes y las peleas de enanos”.

Cuando comenzó a plantearse el tema de la sucesión, se volvió terriblemente celosa de su prima Isabel, “la Venus Rusa”, a la que mandaba a espiar constantemente. Hizo decapitar a dos de sus amantes y desterrar a otro, pero Isabel tenía tal cantidad de amantes que no sintió la falta. Ana nombró sucesora a su sobrina lesbiana, también llamada Ana, y se desentendió del gobierno para disfrutar de sus monstruos y cacerías. La boda de la sobrina Ana fue un espectáculo que incluyó lacayos negros “vestidos de terciopelo también negro, con trajes tan exactamente ceñidos a su cuerpo que parecían desnudos”. La zarina se divertía atormentando a su bufón disfrazado de gallina clueca, al que casó con una criada gorda y fea llamada “Cerdo encebollado”: el casamiento incluyó una procesión con un elefante que llevaba una jaula con ambos en su interior y los obligó pasar la noche de bodas en un palacio de hielo con una cama y almohadas de hielo, vigilados por soldados.

El cortesano que organizó para la emperatriz esta boda de hielo, acusado de conspirar contra otros cortesanos, fue condenado a morir empalado: con las articulaciones destrozadas, en plaza pública le cortaron la lengua y la mano derecha y en vez de empalarlo, lo decapitaron. Ella se fue de caza para no terminar de ver el espectáculo. En octubre de 1740, tras una horrible enfermedad, murió a los 46 años dejando como heredero al bebé Iván hijo de Ana y como regente a su amante, el odiado duque ex palafrenero, que duró apenas tres semanas: Ana lo hizo arrestar y se proclamó gran duquesa y regente, a los 22 años. “Caprichosa, apasionada e indolente”, la regente, aunque estaba casada, mantenía un ménage a trois con una cortesana y un conde y holgazaneaba todo el día en enagua, “una forma muy sencilla de andar desnuda”. Una noche de noviembre de 1741, la “Venus Rusa” Isabel (hija de Pedro el Grande) se puso una coraza y al mando de unas tropas arrestó a la regente y depuso al zar niño Iván VI, que fueron encarcelados.

Isabel I de Rusia

Catalina II de Rusia

Autocoronada emperatriz, prohibió a las cortesanas usar el color rosa que sólo ella podía llevar y cuando una cortesana osó mostrarse con una rosa rosa en el cabello se lo cortó, le dio una bofetada y la mandó presa junto a otros conspiradores a los que torturó personalmente. Todos fueron condenados a descuartizamiento o decapitación pero luego Isabel les perdonó la vida: a las mujeres les hizo cortar la lengua y los hombres fueron triturados a martillazos. Su contemporáneo Federico El Grande de Prusia (que era homosexual) llamaba a la Venus Rusa “gobierno del coño, sultana oriental, ninfómana enloquecida por el poder, la Mesalina del norte”.

Como no tenía hijos, la Venus Rusa hizo traer de Alemania a su sobrino Pedro, nieto de Pedro el Grande, y lo comenzó a educar para heredero. Hasta que descubrió que Pedro había hecho un agujero en la pared de sus aposentos y la espiaba con sus amigos mientras ella retozaba con su amante, un aldeano cosaco elevado a conde, el “Emperador de Noche”, que se volvió inmensamente rico.

Isabel vivía de juerga, sin horarios, convocaba a sus cortesanos a cenar en la madrugada y si estaban adormilados los abofeteaba. Se hizo construir varios palacios, uno de los cuales tenía una fachada de 300 metros con cien kilos de oro, un salón de mil metros cuadrados y una cámara revestida de ámbar decorado con oro. Pero sus palacios estaban tan mal construidos que solían derrumbarse. Le gustaban los bailes que ella llamaba Metamorfosis, donde ella y las mujeres vestían de hombre y éstos, de mujer. Era además una dictadora de la moda, decretando hasta los más menudos detalles de la vestimenta femenina y masculina. Cuando murió, dejó 15 mil vestidos, cientos o miles de medias de seda y varios miles de zapatos. En un incendio de su palacio moscovita perdió 4 mil vestidos. Sus ministros y cortesanos vivían endeudados para mantenerse a la altura de la emperatriz.

Reemplazó al “Emperador de Noche” por otro amante, de dieciocho años y dieciocho años más joven que ella, al que interpuso con otro jovencito de la misma edad. La Venus Rusa no soportaba verse envejecer. Una vez que le tiñeron mal el pelo y se lo tuvo que rapar, ordenó que todas las mujeres de la corte se raparan y le regaló pelucas negras. Hasta el último día mantuvo a su policía secreta, cuyo jefe se llamaba el Terror.

En diciembre de 1761, Isabel I murió y fue sucedida por su sobrino Pedro III, un homosexual que se odiaba con su insaciable esposa Catalina al punto que ésta lo depuso y se transformó en Catalina II, La Grande, de Rusia. Pero este es otro capítulo de la grotesca y desmesurada historia de ese pobre y desdichado país de tiranos y siervos. Que ayuda, creo, a comprender porqué incluso tras más de 70 años de dictadura bolchevique los rusos volvieron a elegir a otro dictador, un corrupto que además los llevó a una guerra fratricida que ya costó la vida de cientos de miles de rusos que sin embargo, siguen apoyándolo.

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