Elementos de rusofobia (III)

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Quienes hayan leído las dos notas previas sobre esta larga historia, sabrán porqué detesto a Rusia, a todos los rusos que no son opositores, exiliados o presos políticos y a la cultura rusa al punto que hace ya casi dos años que no escucho mi concierto favorito, el nº1 de Tchaikovski. Ni bebo vodka ni consumo nada ruso. Siento rechazo por ese inmenso pantano putrefacto que jamás en su historia supo nada de democracia, libertad y derechos del hombre. Una tierra de déspotas y esclavos donde la desobediencia al tirano se paga con la muerte, desde hace siglos y hasta Alexei Navalni. Como las anteriores, también ésta se basa en un “cherry picking” de Los Románov de Simon Sebag Montefiore.

El reinado del zar Pedro III, un alemán que detestaba Rusia y apenas hablaba ruso, duró apenas seis meses y fue su propia esposa quien lo defenestró y se hizo zarina: Catalina II también era alemana, pero rusófila. Como corresponde, Pedro murió estrangulado poco después de ser destronado pero la zarina declaró que había muerto de “cólico hemorroidal”: la expresión en su tiempo cobró el mismo significado que hoy, en tiempos de Putin, tiene el “síndrome ruso de muerte súbita”.

Catalina II la Grande

Catalina II la Grande

Grigori Potiomkin

De inmediato la zarina ascendió a un gran maestre de artillería fiel devoto suyo, Grigori Orlov, a ayudante general, lo que en rigor significaba polla imperial. Junto a sus cuatro hermanos fueron titulados condes. Otro afortunado, Grigori Potiomkin, ascendió a gentilhombre de cámara.

Como era alemana y su único derecho al trono provenía del ser madre del niño heredero Pablo, desde el primer día espiaba a todos con su servicio de inteligencia, la Expedición Secreta. Más allá de cierto atractivo físico, la zarina era muy trabajadora, maniática de la escritura (desde cartas a sus memorias), coleccionista de arte, amante de los jardines estilo inglés y las plantas además de la arquitectura neoclásica. Le gustaba codearse con los grandes intelectos de su tiempo, el más famoso de ellos Voltaire. A un ex amante polaco lo hizo rey de Polonia. A una condesa Praskovia, la hizo “catadora” de sus amantes aunque no era una ninfómana sino una monógama: en serie, pero de a uno. Un oficial Miróvich que quiso liberar de su prisión a Iván VI para volver a hacerlo emperador (pero fue apuñalado por sus custodios según las órdenes de asesinarlo si alguien intentaba liberarlo) fue decapitado y sus adláteres condenados a correr, con el torso desnudo, entre dos filas de mil soldados que los azotaban con varas. El ejemplo más atroz de lo degenerada que era la nobleza rusa fue la viuda Daria Saltikova, quien por despecho con su amante azotó, atormentó y asesinó a 138 siervas (y dos o tres siervos) pero cuando finalmente fue enjuiciada, Catalina le conmutó la pena de muerte por cadena perpetua dado que la crueldad con los siervos era algo bastante generalizado. Catalina pretendió crear una suerte de representación parlamentaria que no hizo gran cosa y se manifestaba contra la esclavitud aunque tenía millones de siervos y regaló decenas de miles de esclavos a sus favoritos. Los campesinos hacían servicio militar durante…¡veinticinco años! El homosexual Federico el Grande de Prusia dijo, en referencia a la ajetreada vida sexual de Catalina; “Es una cosa terrible que la polla y el coño decidan los intereses de Europa”. Y también: “En el gobierno femenino, el coño tiene más influencia que una política firme guiada por la razón”. Pablo, el hijo de Catalina, una vez exclamó “¡Este puto país no va a querer ser gobernado sólo por mujeres!”.

Por esos tiempos Catalina había encontrado al que sería su amante más famoso, Grigori Potiomkin, diez años menor que ella, que lo apodaba “mi gallo de oro”, “mi león de la jungla”. Cuando él le reprochó haber tenido quince amantes anteriores, ella escribió lo que Seebag Montefiore define “sin duda alguna el documento más extraordinario jamás escrito por un monarca” donde reconocía cuatro amantes anteriores y negaba ser lasciva aunque no podía “estar sin amor ni una hora”. A pesar de que se casó con él en secreto, cada uno tenía amantes más jóvenes: la cincuentona se entretenía con veinteañeros. Cada vez que se deshacía de un amante, la zarina le regalaba tierras, siervos y miles de rublos. A los sesenta y uno, gorda e hinchada y flatulenta pero siempre con elevada “fiebre sexual”, renovó su harén con dos hermanos, uno de veintidós y el otro de dieciocho, que acabaría siendo conde y luego príncipe.

En noviembre de 1796, a los 68 años y tras 35 en el trono, Catalina la Grande murió de un derrame cerebral. Su hijo Pablo fue nombrado zar. Todo lo que fuera francés, moderno o a la moda fue prohibido. Abolió la ley que prohibía el castigo físico de los nobles y comenzaron los azotes y cortes de lengua. El lema de Pablo era el de Calígula: “que me odien mientras me teman”. Pero parece que también se reían mucho de él, que detestaba el gobierno de las mujeres pero era gobernado por su esposa y su amante. Tras cuatro años de pésimo y despótico reinado, Pablo I fue brutalmente estrangulado y sustituido por su hijo Alejandro I, que no quería saber nada con eso de ser zar. Ninguno de los asesinos fue procesado. La forma rusa de tratar las sucesiones en el poder, con el zarismo, el bolchevismo o el putinismo, si no es por muerte natural, es apelando al homicidio.

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