Elementos de rusofobia (IV)

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Quienes leyeron las tres notas precedentes ya saben porqué detesto a Rusia, a los rusos (que no son opositores, presos políticos o exiliados) y a casi todo lo ruso. No voy a repetirme sobre aquél inmenso putrefacto pantanal que ignora lo que significan libertad, derechos humanos, democracia. Lo que sigue es “cherry picking” del ineludible “Los Románov 1613-1918” de Simon Sebag Montefiore.

El zar Alejandro I y Napoleón, antes de volverse enemigos a muerte, tuvieron un enamoramiento recíproco casi homosexual. Eran felices cuando se reunían y el corso dijo a su Josefina: “Si fuera una mujer, creo que lo haría mi amante”. Pero el zar tenía como fetiche besar los pies de su hermana Catiche. Mientras se preparaban para la guerra, Alejandro pretendía modernizar su gobierno con diversas reformas democráticas pero al final siguió siempre siendo un autócrata.

Cuando Napoleón invadió Rusia, le escribió a Alejandro “los sentimientos privados que abrigo por vos no se ven afectados en lo más mínimo por estos acontecimientos”. Tras el sangriento empate de la batalla de Borodino (80 mil muertos entre ambos bandos, en un día) Napoleón avanzó hacia Moscú que fue abandonada, despoblada e incendiada por los propios rusos. Pero el invierno ruso obligó a Napoleón a retirarse…hasta Francia. Uno de los episodios más grotescos de esta guerra involucra al viejo general prusiano Von Blücher quien tras haber derrotado en una batalla a Napoleón tuvo un ataque nervioso que lo dejó ciego y convencido de que ¡estaba embarazado de un elefante concebido por un francés! El 18 de marzo de 1814 París se rindió a los rusos. El zar Alejandro I (que Sebag Montefiore define “metrosexual”) pasaría a la historia como uno de los mejores de los Románov. En septiembre, en Viena, para acordar la “nueva Europa” tras la derrota de Napoleón, se reunieron en congreso 2 emperadores, 5 reyes, 209 príncipes reinantes, unos 20 mil dignatarios, muchos espías “y prácticamente todos los cazafortunas, charlatanes y prostitutas de Europa, quizá cien mil individuos en total, se dedicaron a regatear, a chantajearse unos a otros y a fornicar en banquetes y bailes”.

El zar se encamaba con la princesa Katia Bagratión, llamada “El Ángel Desnudo” por usar vestidos transparentes y también “La Gata Blanca” que fornicaba con tantos que sus aposentos eran según los espías “un burdel real”. Pero el zar “flirteaba de manera compulsiva con todas las bellezas”, era “un imán para las mujeres” y para el sexo “prefería a las burguesas antes que las aristócratas”. En tanto, la emperatriz Isabel retomó relación con un ex amante.

Alejandro I

Katia Bagratión

Aleksandr Pushkin

Alejandro impulsaba una “Santa Alianza” cristiana y llegó a proponer a España que a cambio de la isla de Menorca le proporcionaría su vieja flota para aplastar las independencias sudamericanas, que por entonces eran Argentina, Venezuela y, muy fresquito, Chile. Pero el zar era “víctima de un desasosiego constante, casi paranoico, rayano a veces en la locura”. En 1819, hizo reprimir por su ministro llamado “El Vampiro” una sublevación de colonos militares: 265 fueron condenados a correr doce veces entre dos hileras de mil tipos que los golpeaban con palos o correas; 160 murieron. El amotinamiento de un regimiento de la guardia fue castigado por el zar con 6 mil golpes de vara de abedul para cada uno y trabajos forzados en las minas. Conspiranoico, estaba convencido que una organización revolucionaria llamada Comité Central actuaba desde París contra las autocracias, gracias a “las sinagogas de Satán”. En efecto, en Rusia pululaban sociedades secretas liberales para derrocarlo o asesinarlo. Desterró a Pushkin (que se burlaba de él en sus versos) no a Siberia como deseaba sino a Nueva Rusia, hoy Ucrania. Abrumado, Alejandro soñaba con abdicar en favor de sus hermanos Constantino (que no quería saber nada con ser zar) o Nicolás, quien reinó 30 años como Nicolás I.

Alejandro I murió de fiebre tifoidea en Tanganrog, a orillas del Mar de Azov, en presencia sólo de la zarina Isabel, un médico y un modesto séquito. Ello dio origen a una leyenda según la cual falsificó su muerte para convertirse en un ermitaño santón errante. Su cadáver fue embalsamado sin medios adecuados y se pudrió hasta volverse “ridículamente desfigurado”. Medio siglo después, Alejandro III, se cuenta, hizo abrir su tumba y estaba vacía. Y entre 1836 y 1864 muchos creyeron que un viejo santón errante llamado Fiódor Kuzmich era el zar Alejandro.

Lo que siguió fue una comedia entre los herederos al trono Constantino y Nicolás, que su hermana Annette (reina consorte de Holanda) describió así “Sería tal vez un ejemplo único contemplar a dos hermanos peleándose por ver cuál de ellos no se queda con el trono”. Recién casi un mes después de la muerte de Alejandro, su hijo Nicolás aceptó asumir la corona y sólo por temor a una rebelión militar que efectivamente se produjo al día siguiente, en Moscú y San Petersburgo: fue la revolución decembrista que pretendía acabar con la autocracia. Tras aplastarla y sin juicio, Nicolás I dictó las sentencias: 5 descuartizados, 31 decapitados, 85 encarcelados. Pero después las conmutó: 5 líderes fueron ahorcados y los demás encarcelados, condenados a trabajos forzados o desterrados a Siberia. Pushkin, que simpatizaba con los decembristas, salvó el pellejo porque el día de la rebelión estaba desterrado. El ahorcamiento de los 5 líderes fue una chapucería, al punto que los condenados gritaron: “¡Pobre Rusia! ¡Ni siquiera sabemos ahorcar a un hombre como es debido!”.

La emperatriz Isabel

Nicolás I

Hay que reconocer que si bien en materia de derechos humanos, democracia y libertad nada cambió en los últimos tres siglos, gracias a Lenin y a Stalin la Putia de Rusin ha avanzado mucho en materia de exterminio de rebeldes y opositores.

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