Elementos de rusofobia (VIII)
Estoy leyendo una biografía (“Putin: his life and times” de Philip Short) a la que ya llegaré, pero que no hace más que confirmar y reforzar mi ya bastante explicada rusofobia. No hay pueblo ni nación sobre la tierra más miserable y desgraciado que el ruso, que jamás conoció la libertad, la democracia y los derechos humanos…ni siquiera en los brevísimos períodos en que tuvo la ocasión de descubrir qué era eso.
Volvamos a 1894 y a “Los Románov” de Simon Sebag Montefiore, es decir al comienzo del reinado del último zar Nicolás II, quien se casó con la princesa alemana Alejandra de Hesse-Darmstad una semana después del entierro de su padre Alejandro III. En la boda, la futura emperatriz no podía moverse sola ya que cargaba con un collar de diamantes de Catalina la Grande de 475 kilates, unos pendientes tan pesados que estaban colgados con alambre para no arrancarle las orejas y un vestido de plata, armiño, oro y diamantes con una cola de 4,5 m: necesitaba 8 pajes y un chambelán para moverse.
Nicolás II y Alejandra
En cuanto al gobierno, Nicolás se propuso conservar “la autocracia de manera tan inflexible” como su padre. La corte imperial estaba compuesta por 500 cortesanos, 15 mil criados y 1,3 mil empleados del ministerio de la corte que administraban teatros, palacios, fincas y cotos de caza del zar. Al año siguiente, la emperatriz tuvo la primera de sus cuatro hijas (motivo de no poca ansiedad ya que se necesitaba un heredero varón) y recién en mayo de 1896 se celebró en Moscú la coronación, con columna sonora de la Fanfarria del músico imperialista ruso por excelencia, Tchaikovski. En las afueras de Moscú (¡en un campo donde se habían realizado ejercicios militares que estaba lleno de fosos y trincheras!) se organizó una colosal fiesta para el pueblo al que ofrecerían 400 mil paquetes con golosinas, panes, salchicha y una taza conmemorativa y donde había además innumerables barriles de cerveza e hidromiel. Pero la (des)organización fue típicamente rusa y frente a la asistencia de casi el doble de campesinos se produjeron tales avalanchas que dejaron 3 mil cadáveres. Al día siguiente, mientras seguían llevándose cadáveres en carretas, el zar y la zarina fueron al lugar a saludar a los campesinos y a la noche no se privaron de asistir al baile ofrecido por el embajador francés.
Nicolás II en su coronación
Sebag Montefiore escribe que la cortesía de Nicolás enmascaraba su astucia y la timidez de Alejandra, su sorprendente arrogancia. La reina Victoria, abuela de la emperatriz, le escribió que después de medio siglo en el trono cada día pensaba qué debía hacer para ganarse el amor de sus súbditos. La nieta le contestó que estaba equivocada y que Rusia no era Inglaterra: “El pueblo ruso venera a sus zares como si fueran seres divinos” y respecto a “la sociedad de San Petersburgo, una puede ignorar perfectamente a toda esa gente”. Además de despreciar a la nobleza, tampoco hicieron nada por ganarse la simpatía de la creciente burguesía de una Rusia en plena industrialización. Lo que más le interesaba al zar era impulsar el imperialismo ruso al Extremo Oriente, adueñándose de Port Arthur en China y de Manchuria, trasoñando con conquistar además Corea, el Tibet, Persia y como todo zar, el Bósforo y los Dardanelos. Por entonces la pareja imperial, cada vez más apremiada por tener un varón, comenzó a tomarle gusto a los santurrones y hierofantes: el primero de ellos fue un campesino francés condenado en Francia por práctica ilegal de la medicina que además de prometer un varón a Alejandra, se inmiscuía en política estratégica imperial. Por entonces, Nicolás II decía “concibo Rusia como una hacienda rústica cuyo propietario es el zar” y en un censo nacional de 1897, en “profesión” escribió “amo de la tierra de Rusia” y su mujer lo mismo, pero en femenino. Mientras tanto la industrialización llevó a más de un millón de campesinos a trabajar en condiciones miserables en las industrias de San Petersburgo, Moscú y Bakú. Para mantenerlos controlados, el jefe de la Okhrana (“la policía secreta más sofisticada del mundo”) organizaba “sindicatos” de lo que llamaban “socialismo policial”. La imbecilidad suicida zarista sumó a ello el maltrato de las nacionalidades (Finlandia, Georgia, Polonia, Armenia, además de los judíos) cada vez más independentistas y más sujetas a los rusos. En 1898 se fundó el Partido Obrero Socialdemócrata del que pronto sería líder un tal Vladimir Ulianov, alias Lenin mientras otro se plegaba a ese movimiento, un georgiano tal Iósif Djugashvili, alias Stalin.
En 1902, el pogromo de Kishinov en Besarabia escandalizó al mundo entero (46 judíos muertos, 600 heridos y 700 casas incendiadas). Mientras los nubarrones nacionales e internacionales se cernían sobre Rusia, el zar ofreció el primer y último baile de su reinado: magnífico ejemplo de su mentalidad retrógrada, Nicolás II impuso a todos presentarse en el Teatro del Hermitage con vestimenta del tiempo del primer Románov, el zar Alexéi, es decir ropajes tradicionales moscovitas de casi tres siglos antes, que tras el reinado de su hijo Pedro I el Grande habían sido sustituidos por la moda alemana.
El lúcido y eficiente ministro Sergéi Witte resumía así el carácter del monarca: “marrullería mezquina, inteligencia estúpida e infantil, deshonestidad timorata”. A principios de 1904 los japoneses, hartos de las idas y venidas rusas, rompieron relaciones y atacaron por sorpresa a la flota rusa en Port Arthur y desembarcaron en Corea. En abril el buque insignia ruso en Extremo Oriente chocó con una mina y se hundió con su almirante y 635 tripulantes. Dos semanas después los japoneses derrotaron por primera vez a los occidentales (rusos) en tierra. Mientras tanto en junio fue asesinado el aborrecido gobernador de Finlandia y en julio el ministro del interior. Pero finalmente Alejandra dio a luz a un varón, cuyo nacimiento fue celebrado con 301 salvas de cañón. El zar y la zarina atribuyeron la llegada de Alexei a las prácticas del curandero francés pero apenas cortado el cordón umbilical se vio que el neonato sufría de hemofilia, enfermedad que la reina Victoria a través de sus 9 hijos había transmitido a buena parte de la nobleza europea. Los zares decidieron mantener en secreto la enfermedad del vástago y heredero de la corona.
En vistas del desastre frente a los japoneses, el zar ordenó que la flota del Báltico, 42 barcos con 12 mil tripulantes, diera la vuelta al mundo hasta el Mar de China. Port Arthur se rindió a los japoneses. Estudiantes y obreros manifestaban y los liberales pedían un parlamento para evitar la revolución pero el zar se negó “porque lo considero dañino para el pueblo cuyo cuidado Dios me ha confiado”. A principios de enero de 1905, con refuerzos llegados por el ferrocarril transiberiano, los rusos lanzaron una ofensiva contra los japoneses. Al mismo tiempo, en San Petersburgo, 160 mil obreros estaban en huelga y en la ceremonia de la Bendición de las Aguas la fortaleza de San Pedro y San Pablo se equivocó y en vez de disparar salvas de fogueo usó munición real que destrozó los ventanales del Palacio de Invierno. El 9 de enero fue el Domingo Sangriento: las tropas dispararon contra los manifestantes y causaron mil muertos y dos mil heridos graves. El 4 de febrero el tío Sergio, gobernador de Moscú, se desmembró hasta casi nada cuando un terrorista arrojó una bomba a su carruaje en la plaza del Kremlin. Más mil funcionarios imperiales habían sido asesinados, los campesinos se rebelaban, las cosechas se malograban, los musulmanes masacraban miles de armenios. En Oriente, los rusos perdieron una batalla en tierra y mucho peor, casi toda su flota (que había dado la vuelta al mundo) en la batalla de Tsushima: 21 barcos hundidos, 4.380 muertos y casi 6 mil prisioneros mientras que los japoneses del almirante Togo casi no tuvieron bajas. Y en Odessa, se amotinó el acorazado Potemkin.
Mientras se cocinaba la revolución, el zar seguía dudando entre conceder reformas o establecer una dictadura a cargo de Nicolás Nicoláyevich, comandante en jefe, llamado Nikolasha el Terrible quien una vez, para mostrar el filo de su espada, cortó por la mitad a uno de sus perros borzoi. Este tipo (que introdujo a Rasputin en la corte) cuando el zar quiso nombrarlo dictador amenazó con pegarse un tiro. El 17 de octubre el zar “impuso” los derechos civiles, un parlamento bicameral y una suerte de sufragio universal pero ello no hizo más que alimentar la revolución. El “engreído showman de la revolución” León Trotsky presidía el soviet de obreros y campesinos de San Petersburgo, adonde llegó disfrazado de mujer desde su exilio suizo Lenin, el líder bolchevique. Siberia y el Báltico estaban fuera de control y en el Cáucaso los armenios se vengaban masacrando musulmanes e incendiando pozos de petróleo. El 1º de noviembre el zar y la zarina conocieron a Rasputin. A principios de diciembre Trotsky junto a todo el soviet fue detenido pero Lenin lanzó una insurrección en Moscú que fue reprimida con 3 mil muertos. “El terror debe ser combatido con el terror” escribió el zar a su madre. Se deleitaba con las ejecuciones y ahorcamientos. Hubo más de 15 mil muertos y 45 mil deportados. En un pogromo en Odessa fueron asesinados 800 judíos y ello desencadenó más pogromos en otras partes con otros 3 mil judíos muertos: según Nicolás II, “nueve de cada diez agitadores son judíos (…) la cólera del pueblo se ha vuelto contra ellos”. Para matar revolucionarios y judíos se organizaron las Centurias Negras. Aquél mismo diciembre, el Distrito Militar de San Petersburgo publicó “Los Protocolos de los Sabios de Sión” que el zar, en su ceguera antisemita, creía que era auténtico y no un panfleto forjado no se sabe muy bien dónde ni cuándo. El ministro Witte dimitió, declarando que “Rusia es un manicomio enorme” y el zar estaba encantado porque lo consideraba un traidor projudío. Dijo “me odia tanto como yo lo odio a él”.
Grigori Rasputin
Sin embargo, a la autocracia zarista le quedaban todavía doce años de vida. Tanto tiempo, y tan intenso y agitado, que seguirá en el próximo capítulo.