Lomo con langosta y rascacielos alados

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La semana pasada tuve la “amistad” más breve desde que uso Facebook. Un día me llegó una solicitud de alguien vinculado a la gastronomía y la acepté. Al día siguiente veo una publicación de esa persona en la que muestra una foto de lo que parece una “creación” suya: lomo con langosta y si no recuerdo mal, hasta una salsa de langostinos. Me pareció una guarangada y no lo dije así, pero le expliqué que al menos en la cocina italiana eso de mezclar carnes de tierra y mar no se hace. El individuo me repuso con la excepción que confirma la regla: el vitello tonnato. Le pedí que por favor me diera algún otro ejemplo y ahí se fue a la banquina a proferir sandeces. Entonces lo borré de mi lista, porque no tengo amigos ni reales ni virtuales que piensan que comer lomo con langosta es una buena idea.

Lomo con salsa de langosta

Es una burda grosería, no sólo para la cultura gastronómica italiana donde, más allá del vitello tonnato, el mar y la tierra no se mezclan. En rigor, hay alguna receta en la que se usa filete de anchoa para saborizar una carne y yo mismo uso a veces una anchoa (así como menudos de pollo, u hongos secos) para dar un poco de complejidad a un ragú. Pero bistecca con aragosta es un oximoron gastroporno, un’americanata*: la somera búsqueda en internet demuestra que el único país del mundo donde se hace esa chanchada de servir lomo con langosta es Estados Unidos, donde lo llaman “Surf & Turf”. Así que el breve amigo del Facebook, además, no inventó nada.

Surf & Turf

Tampoco en Francia o en España se encontrará algo semejante, salvo algún descarrilado imitador de yanquis. La paella valenciana es de tierra o de mar, sólo en el Nuevo Mundo se mezclan. Si se busca bien en italiano, se encontrará que no falta el chef pelotudo que quiere hacerse el original inventando guasadas como las mollejas con camarones, pero es esa clase de payaso que no tiene cabida en la cultura alimentaria peninsular.

Creo que no hace falta explicar porqué combinar el corte vacuno más caro con el marisco más caro (que para colmo en Argentina no existe, sólo llega congelado) es un insulto a la inteligencia, a la economía gastronómica y al paladar. Hay un profundo barbarismo culinario en no advertir que cada alimento, caro o barato que sea, tiene una dignidad propia que debe ser respetada. Los imbéciles que “deconstruyen” un pulpo o fabrican “espuma de mollejas” son eso, imbéciles. La innovación y la creatividad tienen límites: en el campo de las herramientas, por ejemplo, hay que ser tonto para pretender innovar en materia de martillos, pinzas, tenedores, cuchillos o cucharas. No cambian desde hace siglos y menos mal que es así. La papa frita es lo mismo.

Una persona gastronómicamente culta y sensible ama hervir un arroz blanco porque es placenteramente consciente que lo que está haciendo, en ese mismo instante, lo están haciendo cientos de millones de semejantes en todo el globo: además, está repitiendo algo que miles de millones hicieron del mismo modo desde hace milenios. La nobleza del arroz blanco es precisamente eso: que sea igual en el tiempo y el espacio, en todo el mundo, para todos. Cero innovación posible, la perfección milenaria del martillo.

Además, salvo parte de la cocina francesa que es “noble” (según la leyenda, desde que Caterina de’ Medici llevó sus cocineros florentinos y enseñó a los galos a usar tenedor), todas las tradiciones culinarias desde el Mediterráneo hasta Extremo Oriente (y en América precolombina también) tienen profundas raíces pastoriles y campesinas que merecen respetarse: desde hace miles de años, si hay pescado para comer nadie además va a matar un pollo. Esos excesos los acometían sólo los más decadentes emperadores romanos en sus banquetes y hoy…los chefs más ignorantes e inmorales del orbe. Hay prostitutos de la cocina que envuelven sus tomahawk de carne wagyu en lámina de oro pero son eso: putos culinarios caros, al servicio de sus bufarrones ricos.

Hay profesiones, como la de arquitecto o cocinero, en las que se da con cierta frecuencia una inclinación por la (presunta) creatividad. Hay, claro, cocineros y arquitectos sensatos que sostienen que “ya se inventó todo” y hay que arreglarse con lo que se sabe y lo que hay. Puede surgir, cada muchos años, un Ferrán Adriá, Renzo Piano o Norman Foster. Pero la mayoría no va más allá del gastroporn del ceviche de rana con tiradito de erizo y azafrán en iglú de beluga, el chinchulín de cordero relleno de risotto a la milanesa con salsa negra de tinta de calamar trufada, la pierna de cordero marinada dos años en nitrógeno líquido y cocida al vacío durante seis meses, etc. Así funcionan los genios “baratos” y efímeros del gastroporn.

Los pornoarquitectos son más caros y peligrosos por lo perdurable de sus obras. Desde Londres a Shanghai pasando por todo emirato árabe, en las ciudades ricas del globo en esta época se vomita una edilicia pavorosa donde a la falta de ideas se suma la presuntuosa arrogancia: rascacielos alados o inclinados 45º, o que se retuercen sobre sí mismos en tirabuzón, o que evocan a un pene, un celular o un caracol o presentan orificios grotescos, plegamientos gratuitos, maniobras de repostería sicodélica en gran escala. La era de los floreros mersa, a cientos de millones de dólares cada uno.

El penedificio londinense

Rascacielos alado

Una pesadilla pornoarquitectónica

Pero bueno, ésta es una época en la que alguien que no tuvo una abuela, una madre o un padre que le cocinara y que hasta los treinta años jamás cocinó y bebía dos o más litros de Coca Cola por día, escribió y publicó un libro sobre sus experiencias gourmet. También hay arquitectos que nunca levantaron una pared de ladrillos. Son aquellos que en los barrios privados de estas latitudes casi subtropicales proyectan casas con grandes ventanales bien expuestos al oeste, para ser puteados por el comitente mientras habite en ese horno.

* “Americanata” es el término que usamos en italiano para describir algo estadounidense de mal gusto. Es obviamente peyorativo. Se usaba bastante cuando en Estados Unidos fabricaban esos enormes “yates rodantes” que a los italianos, amantes de lo pequeño, rápido y ágil, parecían la grosería que eran. También se aplica al peor cine de Hollywood y la comida chatarra. O la pizza con papas fritas.

ADDENDA: me señala mi amiga Pau Domínguez Ara que en Cataluña existen algunos platos tradicionales llamados de “mar y montaña” que para un italiano suenan chocantes como el pollastre amb escamarlans (pollo con cigalas), la sepia amb mandonguilles (sepia con albóndigas de ternera) y el bacalla amb botifarra de perol (bacalao con butifarra de cerdo). A mi paladar itálico le produce asquito la sola idea de arruinar una sepia, unas cigalas o un bacalao de tal manera. Y además me sorprende mucho que un pueblo tradicionalmente tan amarrete como el catalán sea proclive a semejantes derroches o desaguisados. Pero agradezco haberme desasnado al respecto.

ADDENDA 2: Siempre la amiga Pau me hace otro aporte valioso: parece que Ferran Adrià en su primer libro “El sabor del Mediterrani” (1993) encontró en esos platos de “mar y montaña” tradicionales de las abuelas lo que el gastrónomo Jaume Fàbrega llama “las señales de identidad revolucionaria y rupturista” de su cocina y que estas recetas son de una singularidad no compartida con ninguna otra cocina europea. No cabe duda de esto último: ponerle albóndigas a la sepia, butifarra al bacalao o cigalas al pollo en Italia suena a trasgresión de un tabú, por no decir un delito pasible de arresto por los Carabinieri…

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