Los argentinos descendemos de los barcos: mi paterno Andrea C.
Está ese decir que los mexicanos descienden de los aztecas, los guatemaltecos de los mayas, los peruanos de los incas, los bolivianos de los aymaráes, los paraguayos de los guaraníes y los argentinos, de los barcos.
En mi caso, argentino de primera generación, es verdad. Desciendo del Andrea C. en el que llegó mi padre y del Neptunia en el que había llegado, diez años antes, mi madre. Ya contaré del Neptunia en su correspondiente aniversario. El próximo miércoles 26 de junio se cumplen 75 años de la llegada al puerto de Buenos Aires de mi padre, Mario (Corrado Rafaello Olindo Giorgio: ¡tenía 5 nombres!) Bigongiari. En 1949, fue domingo.
Mi padre con mis abuelos en el Andrea C en Génova
Mi padre a bordo del Andrea C
La historia de mi nave antepasada es interesante: botada como carguero en 1942 en Richmond, California, con el nombre Ocean Virtue, fue torpedeada frente a Sicilia en 1943 aunque no se hundió y su casco quedó en desarme en Italia. En 1946 la compró la naviera genovesa Costa y la reconstruyó: rebautizada Andrea C., volvió a navegar en junio de 1948 en la línea de Génova a Buenos Aires que hizo durante más de diez años. Tenía una eslora de 142 metros, desplazaba 8.600 toneladas, llevaba 476 pasajeros y 184 tripulantes. Reconstruida en 1959, fue empleada para cruceros y en 1970, modernizada y agrandada para cruceros en el Mediterráneo, retirada en 1981 y desarmada en 1983. Era una bella nave, de líneas muy elegantes.
La foto del Andrea C en el álbum familiar
En el registro CEMLA figura que del Andrea C. desembarcó mi padre, estudiante (en rigor ya era arquitecto) de 26 años y ¡católico! (este país por entonces era tan bestia que preguntaba la religión, que mi padre nunca practicó). A bordo conoció al filósofo Franco Lombardi, que venía a Buenos Aires a dar conferencias y quedaron amigos toda la vida.
Mi padre con Franco Lombardi y un tal Salani en el Andrea C
Del viaje, mi padre contaba que las escalas a lo largo del Brasil fueron una creciente excitación por la belleza natural y que en Santos compró un entero casco de bananas (un lujo, en esa época, en Italia) con el que se alimentó buen rato al llegar. Después de la última escala en Montevideo, al amanecer estaban todos en cubierta para ver el arribo a Buenos Aires. Ese horizonte chato y cubierto de smog (era la época de los incineradores) más el color del río, a mi padre le provocaron un estrujón en el estómago que decía que siempre sentía cuando volvía a Buenos Aires de un viaje. Contaba que en la cubierta junto a él había un paisano italiano que cuando vio esa fealdad dijo “no, no, no” y se rehusó a bajar. Mi antepasado el Andrea C. dejó a mi futuro padre en el puerto (donde no conocía a nadie) con sus bananas y 50 dólares, que hoy serían unos 650. Un par de años después conoció a mi futura madre Nora, la del Neptunia.