Mi cosecha de Cannabis

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El verano austral de 2024 para mí fue memorable, uno de los más espléndidos que recuerdo. Por razones económicas decidí no moverme de mi casa quinta en Escobar y lo disfruté mucho, con una gran pileta indispensable en los días de canícula, bastante lluvia (me encantan las lluvias de verano) y con los mejores tomates y pepinos que coseché de mi cantero de huerta en varios años.

También hice vino del estío (de dientes de león) y fue el verano de mis gírgolas, que comenzaron a brotar en cantidad en los troncos de sauce y álamo de mi “jardín de hongos”.

Pero además disfruté viendo crecer a mis plantas de Cannabis que, por primera vez, gracias a algo llamado Reprocann, fueron tan legales como mi rúcula. Reprocann fue una de las mejores cosas que hizo el patético gobierno BiFernández pues abolió la ley más aberrante del gobierno de Raúl Alfonsín, un adefesio incivil y antidemocrático ya inexplicable a fines de los ‘80.

Obtuve el Reprocann tras explicar que como sobreviviente del cáncer me hace bien fumar un porro a la noche y que con los cogollos en alcohol produzco mi propio relajante y somnífero. Además, el Cannabis me ayuda en mi trabajo, sobre todo al releer y corregir pues me ubica en el asiento del acompañante. Durante tres años, tengo el permiso para cultivar hasta 9 plantas hembra por año y puedo viajar por el país con hasta 40 g de cogollos. Naturalmente, es sólo para mi consumo personal y no puedo comerciar mi cultivo. Gracias a esta norma, la Argentina se sumó a aquellas dos docenas de países (más un par de docenas de Estados USA) que conforman esa parte civilizada del mundo en la que viven unas 500 millones de personas y donde la ley no defeca sobre la justicia castigando el cultivo y consumo de una planta milagrosa.

Con semillas no compradas ni híbridas sino rejuntadas de aquí y allá entre amigos, tras eliminar las plantas macho, me quedaron cuatro plantas hembra: tres de Cannabis sativa y una de Cannabis indica. Con riego automático, en mi amplio cantero de hierbas expuesto al este y noreste, crecieron sanas y vigorosas y sólo sufrieron (sobre todo la indica) el quiebre de alguna rama con los ventarrones de tormentas estivales. Ya terminado el verano, en estos días de abril, es tiempo de cosecha: primero sativa y luego indica, con paciencia y observación diaria de los cogollos. Ambas especies son distintas: la sativa es más alta y espigada, de color verde más claro, cogollos más largos y madura primero; la indica es de un verde más oscuro, más achaparrada, con cogollos más regordetes, más lenta en su floración. Su efecto también debería ser distinto: para mi somnífero, la indica debería ser la más indicada.

Cannabis indica

Cannabis sativa

Junto a mis plantas dejé crecer lindas matas de menta a la que también coseché y sequé, porque a la marihuana pura me cuesta un poco fumarla y me agrada más algo mentolada.

Estoy contento, porque por primera vez en la vida el Estado no interfirió con mi derecho natural de cultivar una hierba sagrada para muchas culturas desde hace miles de años. Obtuve cantidad más que suficiente para mi consumo personal de todo el año.

El Cannabis es una planta excepcional por su sexualidad (las plantas macho prácticamente no sirven para nada más que fibra) y por su potencia vegetal (tiene profundas raíces, en torno no deja crecer casi nada y los insectos no la molestan).

Me deja perplejo el fenómeno de las variedades híbridas, que comenzó en Estados Unidos pero hoy es global. Todas las veces que probé alguna, me pareció excesiva su potencia.

Desde Jujuy, la empresa argentina Farmers Seeds ofrece a través de internet docenas de distintas variedades con nombres curiosos como “Black Domina”, precios de hasta 9 dólares por semilla (que no dará semillas) y comentarios estupefacientes como “sabor: frutos del bosque, vainilla” con descripciones de efectos que recuerdan a comentarios de vinos de los sommeliers más carentes de sentido del ridículo.

Al igual que con la moda del café y del vino, todos estos carísimos bizantinismos me dejan perplejo y ajeno: en mi opinión, quien paga más de dos mil dólares por kilo de granos de café cagados por elefantes tailandeses es un enfermito que debería gastar ese dinero en un buen psiquiatra, igual que quienes pagan más de 100 euro o dólares por una botella de vino argentino o 9 dólares por una semilla de Cannabis.

Por el mismo fenómeno (el estrecho parentezco humano con los simios), el Everest y el Aconcagua están cubiertos de caca. Y hay microcéfalos que comen churrascos wagyu envueltos en láminas de oro. En todo ello, me quedo con mis pies en la tierra y que los mentecatos vean porqué pagar tan caro por pretender existir.

Sé que gracias a mi Cannabis disfrutaré más la lectura y la música, estaré más cómodo y relajado dentro de mi cuerpo, dormiré bien, ahorraré dinero. En esta materia no hago proselitismo, pero creo que (así como Marx decía que no hay que confiar en un hombre que no ama el vino) diría que hay que desconfiar de las personas que no fuman ni fumaron jamás Cannabis y, si son escritores, artistas plásticos o músicos, considerarlos dudosos. Igual que alguien que nunca en su vida tuvo un perro.

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