Novorossiysk, Unión Soviética
El reciente y para mí bienvenido ataque dronero ucraniano a un buque de guerra ruso en Novorossiysk me trajo el recuerdo de la única vez que estuve en la Unión Soviética, en ese puerto, con un cargamento que traía el carguero a granel M/S Nyon en el que acababa de embarcar en Suez como tercer oficial de cubierta, a mediados de los ‘80. El barco de la Suisse-Atlantique de Lausana venía de Australia, con 50 mil toneladas de maíz. Era primavera, porque es imborrable la impresión que me causó ver ambas orillas del estrecho del Bósforo florecidas de almendros o cerezos.
Apenas atracamos, me llamaron la atención dos cosas: una, la variedad de imponentes gorras y uniformes de inmigraciones, aduanas y no sé qué más que subieron a bordo, en lugar de los habituales civiles de todos los puertos. La otra, un viejo teléfono de baquelita que instalaron en la oficina del Nyon con un largo cable a tierra, que era nuestra única comunicación con el mundo porque en los barcos en puerto estaba prohibido utilizar la radiotelegrafía propia y tanto más, en la Unión Soviética. Muy pronto, a la primera noche de guardia, oí que el teléfono sonaba y al atender, como oficial de guardia, me encontré con una voz de mujer muy sensual y de bastante buen inglés que proponía un encuentro sexual. El teléfono sería la línea oficial del Estado soviético, pero las putas tenían el número y lo usaban libremente.
Pero aun antes que eso, había sucedido otra cosa inolvidable. Como era el tercer oficial, además de hacer el papeleo inmigratorio y aduanero me tocaba acompañar al funcionario aduanero a sellar el amplio compartimiento (que en navegación yo atendía una vez por semana) donde se guardaban el alcohol y el tabaco cuya venta, a bordo de Suisse-Atlantique, era un negocio del capitán, que en este caso era un triestino de apellido croata, Kalcic. Pero además, la aduana soviética pretendió que toda la pornografía a bordo fuera también guardada bajo sello lacrado. Así, tuve que ir con el aduanero a mi camarote a buscar a Moby Dick (mi bolso marinero blanco, donde cabían 30 o 40 kilos, ya que los marinos podíamos viajar en avión con el doble de peso de equipaje que un turista) y luego recorrimos uno por uno todos los camarotes de la tripulación recolectando revistas porno, que terminaron siendo muchos kilos. Cuando quise ir al compartimiento del alcohol y tabaco a depositar a Moby Dick el joven aduanero, con un ruego untuoso, pidió que fuéramos antes a mi camarote, dos cubiertas más arriba. Allí, me hizo cerrar la puerta con traba y me rogó, más que pedirme, inspeccionar todo aquél material. Pasaron quizá veinte o treinta minutos en los que el aduanero soviético ojeó una por una cada revista. A cierto punto, solicitó permiso para arrancar una página. Le dije que podía llevarse toda la revista, pero respondió que era muy peligroso. Tomó la página, la dobló cuidadosamente hasta que tuvo el tamaño de una tarjeta y la ocultó en uno de los bolsillos de su uniforme. Agradecido él, bajamos entonces a dejar a Moby Dick lleno de porno bajo sello lacrado.
Durante días, quizá una semana, no pasó nada. El Nyon estaba amarrado con todo su maíz australiano esperando que alguien lo descargara. El club de marineros local, con una joven simpática y un funcionario de saco y corbata menos simpático, nos llevó en grupo a conocer la ciudad. El puerto de Novorossiysk era uno de los más grandes que vi. Desde el barco hasta la entrada al puerto había casi un kilómetro. La ciudad era de una grisura y fealdad singular y su punto culminante era un enorme y espantoso monumento a los caídos en la guerra contra los alemanes. El club de marineros era una tristeza. Nos dejaron muy claro que nuestro pase marinero sólo nos permitía ir a la ciudad, no más allá.
Mientras esperábamos que comenzaran a descargar, sucedió algo singular. Suiza en aquellos años era muy consciente de su defensa en caso de guerra y sus barcos cargueros eran parte del dispositivo de seguridad nacional. No sé si fue por telegrama o por radiotelegrafía pero al Nyon llegó un mensaje codificado que el comandante Kalcic tuvo que descifrar con un código y que planteaba un ejercicio de emergencia nacional donde todos los cargueros suizos debían ponerse a disposición. Kalcic, lacónicamente, respondió que el Nyon estaba amarrado en un puerto soviético aguardando la descarga y por lo tanto, impedido de hacer nada. El Viejo se rió mucho de aquello.
Lentamente, con los días, comenzaron a aparecer vagones de ferrocarril por estribor y balsas “Volgobalt” por babor y las grúas, la mayoría de ellas operadas por mujeres que parecían titanas en el ring, comenzaron a descargar. Poco a poco, daba la impresión que una pesada y enorme rueda se había puesto en movimiento y en efecto, en un par de semanas acabaron de descargarnos.
En ese tiempo sucedieron varias cosas. Una noche, mientras estaba de guardia junto a la escalerilla, vi a lo lejos una curiosa figura caminando hacia nosotros, en calzoncillos. Era un joven maquinista suizo alemán que había salido para ir a la ciudad e hizo dedo pero los rusos que lo levantaron le robaron sus botas de cuero, sus pantalones y campera de jean y su camisa. Los rublos no les interesaban.
Otra noche, salí con algunos del Nyon a cenar en el mejor restaurante de la ciudad. Parecía una oficina pública de comer. Los rusos iban temprano, ocupaban una mesa y se quedaban hasta el cierre. Allí conocimos a unas rusas que invitamos a nuestra mesa y pegué onda con una rubiecita con la que comunicábamos en rudimentario inglés. Recuerdo una mesa con un frasco o fuente de tiras de zanahoria, apio y otras verduras crudas como todo acompañamiento para lo que había de beber, que era vodka y compot, un agua de ciruelas. Fue la única vez en mi vida que comí ikrá, caviar de esturión ruso. Lo demás era olvidable salvo que, entre plato y plato, había música occidental para bailar y saqué a ello a la rubiecita: soy un pésimo bailarín, pero esa noche me sentí John Travolta en Fiebre de Sábado a la Noche. Nunca antes ni después se formó un ruedo de gente para verme bailar.
Otro día, que tenía franco, fui con la rubiecita unos kilómetros fuera de la ciudad a un lugar llamado Kabardinka, un pueblo tristón entre colinas y Mar Negro, donde caminamos por una playa y comimos algo. A la hora de volver, me sorprendió mucho encontrarme con el mismo funcionario encorbatado del club de marineros que, con una sonrisa untuosa, me hizo notar que estaba fuera de los límites de la ciudad. Pero no pasó nada.
También recuerdo haber ido de “shopping” por la mañana a Novorossiysk, donde no había para comprar más que libros (traducciones al castellano y otros idiomas) de clásicos rusos y marxismo, discos de música clásica y popular, brandy búlgaro si mal no recuerdo y vinos de Crimea además de infumable tabaco ruso y vietnamita. Lo más curioso era un cine abierto a las diez de la mañana donde algunas mujeres iban cargando bolsas del mercado. Allí vi Tootsie en inglés subtitulada en ruso.
Mi más grave error en aquella estadía fue dejarme atrapar por una de esas llamadas del teléfono de baquelita. Trabajosamente, anoté en un papel una dirección y quedé en ir al día siguiente, cargando algo de jabón, detergente, shampú, las cosas más preciosas que teníamos a bordo. Con uno de esos remises truchos llegué a un conglomerado de espantosos y destartalados bloques de departamentos suburbanos donde, con cierto trabajo, logré dar con el de la sensual voz telefónica de baquelita.
Cuando la vi, me quise ir pero no me dejó. Aquella fue quizá la mujer más fea con la que tuve sexo en mi vida y sólo porque era joven y eréctil. Al poco tiempo comencé a sentir un ardor tremendo al orinar. Con antibióticos de a bordo, me curé la primera y última gonorrea de mi vida.
Finalmente, el Nyon fue vaciado de todo el maíz a las Volgobalt y los vagones ferroviarios y estábamos listos para zarpar. Pero no. Nos quedamos otra semana más en el puerto, vacíos.
Porque al final de la descarga, los funcionarios soviéticos pretendieron que el comandante Kalcic firmara un papel donde decía que se habían descargado 45 mil toneladas, en vez de las 50 mil cargadas en Australia. El 10% de nuestra carga se había ido al mercado negro soviético. Pero Kalcic se puso duro y se negó firmar.
Les demostró una y otra vez, con las medidas de calado tomadas al partir de Australia y al llegar a Novorossiysk, que el barco traía 50 mil toneladas de maíz. En esos trámites conocí por primera vez el modo ruso-soviético de amedrentar: con palabras y gestos amables pero autoritarios y untuosos, como quien dice “usted no quiere tener un problema, ¿verdad?”. Como el Viejo no firmó, poco después nos llegó una inspección a bordo porque habíamos contaminado con combustible las aguas del puerto. Kalcic comprendió que era la represalia por no firmar por el 10% de maíz desviado al mercado negro y así pasaron otros días en los que los soviéticos tomaron muestras de todos nuestros combustibles (fuel y heavy oil para la máquina, diesel para generadores, etc.) y tras unos días de análisis de laboratorio finalmente los soviéticos admitieron que el contaminante no era combustible del Nyon y que éste había descargado 50 mil toneladas de maíz. Ignoro si Suiza tuvo que intervenir ante Moscú para que nos dejaran soltar amarras. Sólo recuerdo el alivio indignado de Kalcic cuando dejamos al último remolcador ruso y pusimos proa hacia el Bósforo. Después de ese viaje, tras cargar bunker (combustible) en Ceuta, pasamos unos días a la deriva al otro lado de Gibraltar esperando órdenes para el siguiente viaje…que resultó ser Rosario, Argentina.