Ucrania

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UN AÑO PASÓ. Y SEGUIMOS VIVIENDO EN PELIGRO.

(A la izquierda, la bandera de Ucrania. A la derecha, la bandera de la nueva Rusia desputinizada, sin el color de la sangre de los 200 mil rusos y 100 mil ucranianos muertos y heridos hasta hoy por la agresión Z)

Aunque habito a 12.800 kilómetros de Kiev, desde el 24 de febrero de 2022 mi vida cambió. Mi existencia ya había sido cambiada a mediados de 2019 por un cáncer de pulmón avanzado y en marzo del año siguiente por la pandemia de coronavirus. Desde que mi tumor y sus metástasis fueron hasta hoy suprimidos por la inmunoterapia, quedé mucho más sensible, emocionalmente, a la luz del sol. Tengo la suerte de tener mi dormitorio en lo alto de una modesta barranca que mira al este y, como no me gustan las cortinas oscuras, cada amanecer me despierto con el sol y pienso un momento copernicano-newtoniano de darwiniano agradecimiento a la vida…casi siempre, en verano, sigo durmiendo un rato más de la órbita. Pero desde el nefasto 24 de febrero del año pasado (a pesar de que tras mi cáncer decidí no hacerme mala sangre y suprimí de mi vida a las personas y cosas para mí negativas) también pienso cada día en el apocalipsis nuclear. La actitud de la mayoría de las personas respecto a esto me recuerda el 11 de septiembre de 2001: como sólo tenía una pequeña tv en blanco y negro, cuando mi madre me telefoneó para decirme lo que había pasado, tomé el auto, fui al bar más cercano con pantalla gigante, pedí que pusieran la CNN y pasé tres horas viendo en directo el colapso de las Torres Gemelas y el ataque al Pentágono mientras, cosa que no hago nunca, tomaba vermouth desde las diez de la mañana y no podía creer lo que veía. Pero igualmente inverosímil me resultaba que ninguna de las personas que entraban o estaban en el bar prestara la menor atención a la pantalla, como si fuera una ficción. El 9/11, en ese bar, yo era el único espectador con los pies en la tierra. No había ningún congénere con quien compartir mi emoción. A nadie le importaba nada, o no entendían, no se daban cuenta de lo que pasaba.

Algo similar me sucede con la guerra de agresión rusa contra Ucrania. Todo el mundo, tres meses antes, sabía que Rusia atacaría a Ucrania (menos los altos mandos rusos y sus tropas). Sólo un puñado de los más estrechos secuaces de Putin estaban al tanto de lo que los servicios de inteligencia occidentales, la prensa internacional y los ucranianos sabían… y así les fue a los rusos en lo que en la mente enferma del tirano ruso debía ser un blitz. Ya desde diciembre yo sentía angustia por lo que Putin estaba cocinando en su solitario narcisismo autoritario. Siempre sentí un rechazo epidérmico y visceral por Cristina Kirchner, pero nunca sentí más asco y vergüenza por un presidente argentino que el día, tres semanas antes de la invasión, que Alberto Fernández visitó por nada y para nada al hijo de puta de Putin y, bien felpudo, le ofreció a nuestro país como “puerta de entrada a América Latina“. Me imagino lo que debe haber pensado el petiso pero seco y duro dictador ruso ante ese blando prosternado sudaca puesto de presidente al tuit sabatino de una mujer, su vice. Y la Argentina casi ni se enteró, como tampoco mucho de la invasión. Casi sólo se pensó que si tuviéramos granos sin retenciones a pesar de la sequía y un par de gasoductos más con una planta de licuefacción podríamos cortar la malaria y hacernos la Gran Ucrania. Tarde, como siempre. En los foros internacionales la Argentina fue a condenar a Rusia pero flojita, neutralita como le resulta cómodo desde hace dos guerras mundiales. Escribí en esos días una carta de lectores al diario La Nación proponiendo que la cuadra de calle Rodríguez Peña frente a la embajada rusa fuera, mientras durara la agresión, rebautizada República de Ucrania. No se publicó.

Desde el 24/2/22, como escribió Paul Krugman en el New York Times, vivo “tratando de limitar mi tiempo de lectura sobre Ucrania a 13 horas por día“. Así, literalmente, fue durante meses. Hasta que me llegó un muy apreciado trabajo de traducción que me distrajo un poco. Todo lo que estaba escribiendo, en un mundo que podría estallar al día siguiente, dejó de parecerme importante. De todos modos, lo primero y lo último que hago cada día es leer las noticias de la guerra en el NYT, la BBC, The Guardian y Deutsche Welle English. Más ocasionales artículos de The Economist, Atlantic y New Yorker. De los locales El cohete a la luna y Página 12 obtuve algunas lecturas a su modo iluminantes, que me recordaron el aroma puto de los comunistas argentinos cuando la URSS invadió Praga en 1968. Pero también me sorprendió, en Argentina, España, Italia y Estados Unidos, que a través del facebook descubriera que entre mis casi dos mil amigos había algunos que tenían peros sobre la agresión rusa. No digo las y los pacifistas, que son harina sin gluten, de otro costal. Sino aquellos que repiten a Russia Today: que fueron la NATO y Occidente los que agredieron a Rusia y la obligaron a reaccionar con su “operación militar especial” contra los “nazis y fascistas rusofóbicos” de Kiev, que la guerra la empezamos nosotros los occidentales decadentes, pedófilos y transgéneros sin dios. En mi Argentina, de Ucrania a casi nadie le chupa un huevo. Pero en mi Italia no son pocos los que simputinizan con Rusia.

Mientras Putin parece un enano sonámbulo poniendo su horma en cada huella de Hitler, los simputinizantes reviven a aquellos muchos bisabuelos y abuelos que, desde Estados Unidos a Argentina, de Reino Unido a Francia, simpatizaban con el Tercer Reich en ascenso. Los libros de historia no les sirven para nada, se alimentan con comida predigerida en las redes de su nidada.

Por todo lo que leí y vi en estos doce meses, que fue mucho, nadie sabe cómo acabará la guerra rusa de agresión a Ucrania. No son pocos los que advierten que nunca estuvimos tan cerca de una guerra atómica y yo, no necesito que me lo digan, lo siento  a diario en el estómago y la nuca. Que el destino de la humanidad dependa de un desquiciado energúmeno como Putin lo dice todo sobre nuestra especie. Y lo dice todo sobre los rusos, pueblo al que aborrezco en todos los millones que simpatizan con la esvastikosa letra Z, la letra más mierdosa del alfabeto gracias a Putin. Sólo respeto a rusos opositores y exiliados: los rusos Z para mí son perros y perras a quienes deseo muerte acorde. Mi Z-rusofobia es tal que desde el 24 de febrero pasado no volví a beber vodka ni leer nada ruso, apenas vi dos películas rusas elegidas por el grupo de cine del que participo y tampoco escuché más a mi concierto favorito, el nº 1 de Tchaikovsky. Me lo reservo para el día en que Z-Rusia sea derrotada/liberada, Z-Putin muera ojalá empalado como un Ghaddafy y Wagner y la Putinjugend sea aniquilados: ese día, con una copa de espumante en mano, desde el primer movimiento del piano de Martha Argerich y la Royal Philarmonic Orchestra lloraré hasta las lágrimas. Espero.

¡Slava Ukraini!

Diego Bigongiari

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