1. Las provincias gastronómicas argentinas

 In Blog, Guía Existencial Argentina, III. Provincias

La Argentina gastronómica es aún más unitaria que el país político, con la Ciudad de Buenos Aires en la parte del león. Pero la gastronomía argentina evolucionó en los últimos veinte o treinta años mucho más que la política… y el país gastronómico se federalizó bastante. En la nación de la restauración, Buenos Aires sigue siendo el monstruoso macrocéfalo, pero ya no está tan solo. Hay cocina regional en el Noroeste donde siempre la hubo pero se enriqueció mucho; en Patagonia, en Mendoza y en forma más incipiente, en el Litoral y la Mesopotamia. El florecimiento se debió en parte a una evolución de ciertas franjas del público gastronómico argentino y más que nada a la demanda del turismo extranjero. Su influjo es evidente en nuestros destinos turísticos más internacionales: el mejor ejemplo es Ushuaia con su oferta desproporcionada en calidad y cantidad respecto a su población. Como dice el chef decano de esas latitudes Ernesto Vivian, su restaurante Kaupé existe gracias a los cruceros y el turismo extranjero: los lugareños no pagan lo que cuesta una cocina creativa de alta calidad. Entre Ushuaia y Purmamarca o Humahuaca hay docenas de cocinas de alta calidad que sólo son posibles gracias al extranjero que paga esa diferencia: con los porteños no alcanza y los lugareños adhieren a lo archiconocido a menor precio. La demostración de que Ernesto Vivian está en lo cierto es la vecina Río Grande, con una población similar: fueguina y sin turismo, los lugares donde comer bien se cuentan con los dedos de la mano. O si no véase la nutrida gastronomía de Termas de Río Hondo, toda al gusto nacional: el arquetipo del restaurante-parrilla argentino, atendido con la gentileza santiagueña. Aquí la última influencia extranjera en el menú fue hace tres generaciones.

Es curiosa la dicotomía gastronómica entre las patagonias argentina y chilena. La Patagonia argentina no tiene una tradición y una cultura propia pero la Patagonia chilena sí, y sin embargo se come mejor chez nous que chez eux. La cocina chilena austral tiene raigambre popular, tipicidad y precios accesibles pero carece de vuelo: es una genuina cocina autóctona donde la monótona repetición reina sobre la inventiva. La nueva cocina patagónica argentina es culterana y de escasa tradición y vinculación con lo que come la gente todos los días, pero superior en variedad y sorpresa. Los chilenos comen algas desde siempre pero para probar un delicioso risotto de algas tienen que cruzar la frontera.

Claro que una cocina regional culterana sin raigambre local y para consumo de forasteros es patichueca y frágil: por buena que sea, no es lo deseable. Pero nuestra única cocina regional con raíces populares es la andina en el Noroeste. Las nuevas cocinas regionales además de aplicar su creatividad a los fuegos deberían expandirse social y territorialmente, enraizar en su pueblo, nutrirse y nutrir al lugar, no ser burbujas de un preciosismo gastronómico para forasteros. La cocina de Chiloé siempre estará ahí con o sin turismo. La nueva cocina patagónica argentina con dos o tres malas temporadas turísticas al hilo, podría desaparecer.

El ejemplo más elocuente de cómo funcionan gastronómicamente los argentinos (excluyendo a los porteños) son los cordobeses: les gusta salir a cenar al menos una vez por semana y hay cantidad de buenos lugares donde hacerlo, pero todo dentro del registro parrilla-cocina internacional-pastas, a lo sumo con alguna expresión regional de tierra adentro y española o mediterránea de tierra afuera. Los cordobeses son conservadores y sin atisbo de curiosidad portuaria por las novedades: ni la fusión, ni la molecular, ni la étnica la tienen fácil en La Docta.

Los rosarinos tienen más puerto que los cordobeses, es natural. Y si los mendocinos disfrutan una nueva cocina no fue por un clamor de lugareños, sino porque había cada vez más visitantes extranjeros para llevar a comer a algún otro lugar que La Marchigiana: el camino que hace ya unos lustros abrió Francis Mallman con 1884 en la bodega Escorihuela de Nicolás Catena.

Que todavía hay mucho por recorrer se nota en los menúes del restaurante tipo: carnes a la parrilla, “pastas caseras”, pescados y mariscos, minutas, pizza y empanadas. ¿Cómo se hace para comprar y asar bien las carnes, amasar y cocinar bien las pastas y las pizzas y descongelar y sacar a punto el pescado y los mariscos?

Si se define como “parrilla” o “parrillada” o “asador” al lugar donde sólo se cocina carnes a las brasas o al horno sin más que entradas, acompañamientos y postres, en toda la Argentina hay unas pocas docenas de auténticas parrillas. Lo mismo si llamamos restaurante italiano, mediterráneo o de pastas al que no tiene bife de chorizo o milanesa: ¿cuántos hay?

Algo me llamó la atención en mi último periplo nacional: en capitales o pueblos de provincia ya nadie abre un restaurante sino un restó. Y lo más importante no es qué le vamos a dar de comer a la gente sino el diseño del logo y la ambientación del local. Así puede suceder que en pleno centro de Coronel Garmendia o Puchi Corral, Guanaco Tuerto o Pueblo Punzó se encuentre un restó fashion bien lookeado en el nombre, el logo y la puesta en escena pero por el lado de atrás y de adentro sigue siendo el comedor de siempre, con el cocinero de toda la vida. Sólo que en el menú la milanesa napolitana con fritas figura como “tiernos wiener schnitzel alla pizzaiola con crocantes pommes frites”. El pan miñón de panadería, los grisines de paquete y la mantequita Sancor siguen siendo la obertura. Instintivamente desconfío de cualquier “restó” de provincia que copia el nombre o el estilo de los de Palermo en Buenos Aires.

Ni qué hablar del sushi. Para mí es un misterio cómo en un país donde es casi imposible que a uno le sirvan el pescado a punto y no recocido, donde no hay buenos canales de distribución de pescado fresco, ni lindos mercados de pescado ni una gran variedad de pesca marítima se pudo difundir la moda de comer pescado crudo a la japonesa. Hoy ya casi hay sushi en las pulperías pampeanas y los comedores de la Puna. No puedo más que relevar el fenómeno, porque no pruebo sushi lejos de un puerto pesquero y hecho por manos japonesas. Más que desde un punto de vista gastronómico, la moda suburbana y paisana del sushi con o sin delivery es significativa por lo que implica de anorexia femenina y metrosexualismo masculino, globalización cultural y agonía de cultura propia. Ahí creo que todos tendríamos que ser cordobeses y cerrar filas contra el acriollamiento del sushi. Relegarlo a Mar del Plata, Necochea, Bahía Blanca, Las Grutas, Comodoro Rivadavia, Ushuaia. Lugares con flota pesquera amarilla ahí nomás. Y boicott al chuchi de rosmón salado de piscifábrica chilena.

En materia de pan, seguimos siendo un pueblo bastante bruto y homologado a la pavota. Es cierto: aquí o allá hay más paneras con algún sabor local o artesanal, pero el grueso de la gastronomía nacional sigue ofreciendo el miñón y el pancito negro gomoso de panadería de la esquina, el sachet de celofán de grisines industriales y como toque de la casa las tostaditas de pan viejo con aceite rancio y orégano. La dicotomía es curiosa porque a lo largo de los caminos argentinos sobre todo entre Córdoba, Cuyo y el Noroeste es común ver letreros a mano que anuncian “pan casero”. Si estoy en la ruta al mediodía no me gusta perder horas comiendo y así suelo comprar esos panes caseros y llevo salame, queso o jamón y un buen aceite de oliva para condimentarlos y hacerme un sándwich en un lugar lindo, a mi tiempo. Los hubo más o menos ricos y bastante distintos en el tenor graso, pero nunca compré un mal pan casero en ninguna provincia. Quiere decir que la cultura del pan casero existe y se sabe cómo hacerlo pero los restaurantes del lugar la ignoran. El mismo parrillón que ofrece “pastas caseras” pone en la mesa pebetes de supermercado en vez del pan casero de la señora de la esquina. Y el hotel de la plaza hace lo mismo con el desayuno: mantequitas y mermeladitas industriales en vez de la buena producción local. O sea el teorema de la perfecta boludez gastronómica.

Peor todavía estamos en aceites de oliva y aceitunas en conserva. Si hubiera una policía aceitícola capaz de inspeccionar los establecimientos gastronómicos argentinos y clausurar a los que sirven mierda atrojada por aceite de oliva virgen o extra virgen creo que no quedarían en toda la República más que unos pocos cientos de lugares, entre las decenas de miles que hay. La Argentina del aceite de oliva en la gastronomía es bien trucha. Como el argentino medio es analfabeto en materia de aceite oliva y toma por virtudes a sus defectos y defectos a sus virtudes, el gastronómico nacional le da una vuelta de rosca y pone en la mesa inmundicias de mezclunes rancios de la cocina en detestables alcuzas o lindas botellitas rellenadas. Peor: el cocinero usa esa porquería en vez de aceite de oliva genuino. Todo sería mejor en el salón y la cocina nacional si fuéramos honestos y nos limitáramos al aceite de girasol o de maíz, sin mentiras. Porque una papa al natural o una ensalada de rúcula y achicoria saben mejor con aceites vegetales industriales extraídos con hexano que con un chorrito de rancio, atrojado, moho, salmuera o infiernillo de un pseudo aceite de oliva. En aceitunas también somos primitivos, pese a ser uno de los grandes productores mundiales. Verde o negra, nos gusta la aceituna sancochada, pasada de estacionamiento en salmuera. No sabemos nada de la aceituna más viva al diente, sazonada con hierbas o a la griega. La cosechamos madura o caediza, la sobrecuramos y la comemos de copetín con papas fritas toda la vida sin sospechar lo que hay detrás de una buena aceituna.

Ya que estoy, vaya una palabra sobre el vinagre. En cualquier restaurante entre Jujuy y Tierra del Fuego además del vinagre industrial de vino, de manzana o de alcohol en envase plástico está la botellita de vidrio de “aceto balsamico”. Ahora bien: el queso Reggianito si tuviera más estacionamiento sería una aceptable imitación pampeana del Parmigiano Reggiano. Y las mejores mortadelas y muzzarellas argentinas no están lejos de sus pares italianas. Y hay pastas secas industriales argentinas que rivalizan en calidad con las italianas. Y arroces también. Y los tomates en lata son iguales o superiores, además que en Italia hoy todos los tomates son holandeses. Pero hay que ignorar lo que es y lo que cuesta en tiempo y dinero elaborar una gota de aceto balsamico de Modena para llamar así a su imitación argentina, a base de jarabes azucarados cocinados en cuba industrial: ya el tamaño del envase dice que es otra cosa. También es extraño que ningún restaurante argentino ofrezca su vinagre de la casa, que es lo más fácil de hacer y si bien hecho y sazonado, mejor que lo que antecede.

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