12. Piquete indio en la nacional 81

 In Blog, Guía Existencial Argentina, III. Provincias

Venía por la nacional 81 del Parque Nacional Pilcomayo hacia el cruce de Laguna Blanca, donde pensaba tomar la provincial 2 para volver a la ciudad de Formosa. Vi los usuales conos naranja de los puestos de control caminero de Gendarmería, que en los caminos próximos a las fronteras son frecuentes. Lo curioso es que la ruta no estaba separada al medio por conos, sino cortada por tres de ellos. Frené. Había un patrullero de Gendarmería y algunos gendarmes. Uno se acercó y me explicó que la ruta estaba cortada desde hacía ya tres meses por los aborígenes toba y no se podía pasar más que un par de horas al día, cuando los piqueteros indios tenían la bondad de apartarse un rato y dejar transitar a los lugareños. A mi pregunta de porqué, respondió que protestaban porque les estaban sacando tierras que el gobierno les había prometido como reserva. Dijo que volviendo atrás un poco, por un camino vecinal podía salir a la provincial 2. No me dijo que el camino no estaba señalizado y que se bifurcaba en caminos iguales tres veces. La primera vez pregunté a una chata de lugareños, la segunda vez no había nadie a la vista y tomé a la derecha en lo que me parecía la dirección a la ruta 2, y la tercera vez pregunté a un hombre joven de aspecto indio (que conducía una moto ligera y vestía una Lacoste color canario nueva y trucha del Paraguay) si iba bien para la 2 y dijo que sí.

Mierda que no. A los quinientos metros vi que el angosto camino de tierra, justo allí donde moría en el asfalto (de la nacional 81, no de la provincial 2) estaba cortado por una enramada de palos y cañas señalizado con las bolsas de red plástica naranja que usan los agricultores de la comarca para enviar al mercado los zapallitos y las cebollas. Eran las tres de la tarde, el sol era una propaganda de Ray Ban y no había nadie junto a la primitiva barrera. No había espacio para dar la vuelta y si quería recular tenía que dar marcha atrás un buen tramo. Al acercarme vi que del lado izquierdo y hacia la cuneta de la banquina el obstáculo era simbólico y frágil, insuficiente para detener a mi camioneta. Tentado por la visión del asfalto ahí nomás, embestí la enramada y pasé por encima sin más. Viajaba con la ventanilla abierta porque el aire acondicionado había dejado de funcionar el día antes y así escuché un griterío a la derecha: ahí, sobre la 81 y detrás de unas matas estaba el piquete indio principal, a veinte metros de mi camioneta. Una docena de muchachos melenudos algunos de torso desnudo y otros armados con palos corrían excitados hacia mí, con cara de pocos amigos. No sentí la menor inclinación a detenerme para conversar con ese pelotón juvenil de pueblo originario enfurecido que corría hacia mi persona y carrocería y así aceleré para subir a la ruta y dejarlos atrás con mis ciento ochenta caballos. Al segundo vi con gran alivio por el retrovisor que la pequeña turba toba quedaba atrás. Hacía calor y a los jóvenes aborígenes ex cazadores-recolectores evolucionados hacia el piqueterismo sedentario les costaba correr cien metros llanos. Cuando miré adelante otra vez me saltó el estómago a la garganta: había otra barrera aborigen de palos y ramas cortando la ruta. A la izquierda, la banquina estaba ocupada por una choza y una bicicleta. El pavimento estaba clausurado por una enramada gruesa señalizada con más bolsas de red plástica naranja que quizá la camioneta habría podido atravesar, pero con daños mayores. A la derecha, en la banquina había un palo grueso y largo apoyado entre una horqueta y el suelo, como una tranquera de palo semiabierta o entrecerrada. No se veía a nadie custodiando el bloqueo. En el retrovisor mis perseguidores seguían detrás pero más lejos. Embestí la tranquera de palo y pasé. En el espejo la ardiente muchachada desistió de su carrera, seguramente putéandome en lengua qom. Doscientos metros más allá estaban los conos naranja del otro puesto de Gendarmería, que me parecieron un fortín pampa a los ojos de un cristiano perseguido por el malón. Llegué a buena velocidad y frené como quien viene en emergencia. Había un solo gendarme, cincuentón canoso de aire bonachón. Le conté lo que acababa de pasar en el último minuto de mi vida, mientras resoplaba aliviado porque me había pegado un buen susto. Al gendarme lo único que le preocupaba era saber si estaba bien y no me había pasado nada. Disfruté unos minutos de conversación con el hombre, sintiéndome por primera vez en la Argentina amparado por un uniforme verde oliva y una pistola nueve milímetros. Y seguí viaje, con un montón de kilómetros por delante para reflexionar sobre el incidente.

Aborrezco los piquetes y los piqueteros: a mi modo de ver sólo la naturaleza tiene derecho a cortarme el camino. Cortar caminos para mí es un acto de guerra que sólo a un loco se le puede ocurrir en tiempos de paz. En mi país ideal, es algo tan grave que no hace falta una orden judicial para que la fuerza pública actúe de oficio y de inmediato despeje el camino, como ocurre al otro lado de nuestras fronteras, descontando a Bolivia.

Pero aborrezco igualmente a la televisión argentina, que en última instancia es la responsable de que un pueblo vencido aunque guerrero y noble como los toba adopte los facilistas métodos de lucha de los lúmpenes suburbanos desclasados y marginados, de los sindicatos de matones gorditos y ya de cualquier vecino argentino aquejado por problemas de toda índole: “vamo’, quemamo’ una cubierta y piqueteamo’. Total la gorra es banca y tenemo’ palo”.

A los diez días de mi paso por el piquete toba de la nacional 81, en un confuso incidente con la policía formoseña resultó muerto un aborigen de ese mismo lugar. Ya estaba de vuelta en casa a mil kilómetros de allí, pero la noticia me devolvió a mis treinta segundos de pánico en la 81, cuando me vi perseguido por primera vez por un cacho de pueblo originario enojado conmigo.

Toda mi bronca y mi insulto van no para ellos sino para los políticos, funcionarios y medios que hicieron posible que en Argentina los ciudadanos queden a la merced unos de otros, sin ley o con la ley de los palos y los caballos de fuerza motriz. Todavía me pregunto qué habría hecho si en la segunda barrera de la ruta 81 hubiera encontrado otros jóvenes con palos cerrándome el paso mientras me perseguía una banda detrás. En esas situaciones extremas el cerebro toma decisiones en fracciones de segundo sin detenerse a razonar. Supongo que si mi cabeza distinguió entre tres distintas naturalezas de obstáculos y optó por el más frágil se habría detenido antes de embestir a un ser humano por amenazante que me pareciera, pero no estoy del todo seguro y no me gusta nada que la ley y la autoridad argentinas me dejen librado a esta clase de decisiones personales, propias de otros siglos.

Si lo pienso, mi reacción frente a alguien que me corta el camino sin un uniforme y con un palo en la mano no es precisamente frenar. Y creo que ejercí un derecho natural al pasar aplastando los costados de esas primitivas y descuidadas barreras toba en la vía pública. Pero no estoy seguro.

Unos meses más tarde, esos mismos qom de la nacional 81 cortaron durante un par de días el tránsito en la avenida 9 de Julio de la ciudad de Buenos Aires, después de acampar en una plazoleta durante semanas sin que nadie les prestara atención. Y su penosa historia todavía sigue irresuelta, con más muertos.

Addenda: es menester reconocer que en este terreno el gobierno del energúmeno progenitor de cuadrúpedos tuvo la inteligencia de acabar con el problema de los piquetes, lo que explica buena parte de su popularidad. La que se extiende a la persona pública (no quiero escribir mujer pública) que quizá, por haber sido “montonera asesina” (energúmeno dixit) se hizo cargo del problema.

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