15. Los olivares industriales riojanos y catamarqueños
Paisajísticamente son inobjetables, porque los eriales arenosos entre los pueblos de Aimogasta, Villa Mazán, Aminga, Tinogasta y Fiambalá y los peladales del salar de Pipanaco son mucho más bonitos con filas y filas de olivos con riego artificial. Desde los años ‘90 Catamarca, La Rioja y San Juan fomentaron las grandes plantaciones industriales de olivos: abundan las plantaciones de árboles desarrollados y productivos, pero también hay grandes superficies de olivares infantiles. La concentración de las plantaciones es evidente en los letreros: a veces se puede rodar a buena velocidad más de media hora viendo fincas y fincas de olivos de una misma empresa y sólo eso.
En los Swinging Nineties del menemismo y sus epígonos provinciales la tierra si no era gratis costaba vintenes, nadie fastidiaba preguntando de dónde provenía el capital invertido si es que lo había y no era un crédito de la banca pública, y la desgravación fiscal por décadas era la cereza en la torta. Así se plantaron a troche y moche decenas de miles de hectáreas de olivares sin experimentar antes cómo se adaptaban esas variedades al clima de esos valles, mucho más insolados y calurosos que las tierras de origen de esas cepas de olivo. Para hacer aceitunas en conserva está todo bien, pero para elaborar aceite de oliva virgen extra con acidez inferior al dos por ciento (si no, no es virgen extra) hay que trabajar mucho. Se puede, pero no es tan fácil como en Mendoza, Córdoba, Buenos Aires o Río Negro: el clima excesivamente caluroso no es bueno para hacer buen aceite de oliva. Luego está la paradoja de los latifundios: olivares inmensos pero ninguna venta de aceitunas, ni de aceite de oliva. Lo mismo pasa en las plantaciones de nogales de la región: en otoño hay toneladas de nueces pero vaya usted a conseguir un kilogramo. Para encontrar aceitunas y nueces al por menor hay que dejar la ruta y buscar en los callejones vecinales, a veces sin suerte.