19. El desierto florido

 In Blog, Guía Existencial Argentina, II. Rutas y caminos

Me ocurrió una vez cruzando en primavera la aburridísima recta de 25 de Mayo a Chacharramendi, en provincia de La Pampa. Era una mañana soleada pero el día antes había llovido bastante. Viajaba con el aire acondicionado y a cierto punto comencé a oler un perfume floral en el habitáculo, como si hubiera sacado al auto del lavadero. Abrí la ventanilla y una ráfaga del mismo perfume me embistió. Paré. Esa planicie monótona, que debo haber cruzado media docena de veces, por primera vez me sorprendió y llenó el alma de felicidad. Con la lluvia y el sol, el desierto había florecido en millones de minúsculas florcitas amarillentas de un yuyo craso y rastrero que pasaba visualmente desapercibido a ciento cuarenta kilómetros por hora. Daba satori llenarse los pulmones con el oxígeno perfumado por esa flor silvestre algo resinosa. Había leído sobre el fenómeno del desierto florido en otras partes del mundo, pero esa mañana lo experimenté por primera vez. Como la nieve, las tormentas eléctricas, el mar enfurecido o el cielo estrellado en la Puna, ese efímero desierto florido fue una de las sensaciones naturales más fuertes que me dio mi planeta. La floración súbita y masiva de horizonte a horizonte de ese yuyo anónimo el resto del año y en un paisaje deprimente y elemental grabó a través de mis narices un recuerdo imborrable de la provincial 20 de La Pampa. No había nada más que cielo azul perfumado y una recta asfaltada a través de un planeta desierto, pero me costó seguir viaje. La vida estaba ahí.

Otra vez volví a ver el desierto florido, cruzando en un día de verano el Parque Nacional Los Cardones, en Salta. También había llovido y ese campo de cactus antropomorfos estaba tapizado de unos hermosos lirios amarillos: estos también tenían su perfume, pero no tan intenso como para contagiar a la atmósfera.

Y una vez, en la nacional 81 de Formosa –también después de una lluvia primaveril– experimenté otro fenómeno similar, que podría llamarse el Impenetrable mariposeado: del monte espinoso surgían nubes de mariposas blancas que a lo largo de cien o doscientos metros blanqueaban el aire y se apiñaban en los bordes de los charcos de agua en la banquina. Eran tantos millones de mariposas blancas que de vez en cuando aparecía una mutante amarilla. En algunas docenas de kilómetros crucé tres de esas nubes o mangas de lepidópteros: no sabía que una ruta recta y envuelta en monte árido y espinoso pudiera contener tales sorpresas.

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