21. Los asfaltos y los ripios

 In Blog, Guía Existencial Argentina, II. Rutas y caminos

En Europa tienen una gran desdicha: prácticamente todos los caminos, hasta los más vecinales, están pavimentados. En Argentina por suerte conservamos esa potente dialéctica entre el asfalto y el camino natural desde los Andes a las sierras de Misiones, desde el Chaco a las pampas y la Patagonia. El asfalto es una gran cosa y conozco bien ese alivio que se siente, por uno mismo y por los neumáticos y el vehículo, cuando después de cientos de kilómetros de camino pedregoso o serruchado se vuelve a transitar sobre una firme carpeta asfáltica. Sin polvo o fango, sin vibraciones, con más velocidad y un CD de música que no salta en los barquinazos: después de mucho ripio, barro o arena pisar asfalto es volver a la civilización, con todo su previsible aburrimiento.

Pero también conozco bien esa leve ansiedad adrenalínica que se siente cuando uno tiene que abandonar la confortable seguridad del asfalto y desviarse por un camino rural de la llanura o la estepa, una huella en el monte o las sierras. Tanto más cuando uno viaja solo, en un sólo auto. Y sobre todo si llueve o llovió, o si el atardecer está próximo, o si no se conoce el camino y la distancia a recorrer es importante. Siento lo mismo que sentía cuando era oficial de cubierta en barcos de carga y tras una larga travesía océanica con piloto automático al aproximarse a estrechos, islarios o rutas de mucho tránsito había que pasar a timonear a mano, con todos los sentidos alerta: una placentera excitación, como la que debe sentir un jugador cuando le sirven las cartas o gira la ruleta.

Según el camino y su territorio, cuando salgo del asfalto cambia mi forma de manejar. El cinturón de seguridad de pronto me molesta y necesito desprenderlo. La música o la radio también me fastidian y la apago. Si puedo, abro la ventanilla. Empiezo a navegar: anoto mentalmente o en papel el kilómetro de partida y sigo en el mapa (de papel, a mi gusto el GPS no es lo mismo) mi derrotero. Si el camino es largo y exigente, cada tanto me detengo a ver cómo están mis ruedas. Nada supera a mi gusto el placer deportivo de manejar en el barro o mejor dicho, en los barros. Entender un barro y darse cuenta si uno puede vencerlo con la simple y vieja tracción delantera o la doble tracción en alta o en baja, o es mejor pegar la vuelta. Todavía recuerdo como si fuera una epopeya haber salvado una legua de barro pampeano bien profundo y pesado con simple tracción delantera, muñeca y paciencia. Y también recuerdo las veces que no pude y me quedé encajado. La arena también es excitante, con esa obligación de sobrevolarla con velocidad y marcha suelta sobre los rieles de una huella. El ripio es más fastidioso pero también hay un placer volantero al salir de las curvas atravesado como caballo de granadero y en los julepes que de pronto nos propone, traicionero. E incluso esas huellas serranas o montañosas de pura piedra y lava donde hay que proceder a paso de hombre, ya no leyendo el camino sino cada guijarro, tienen lo suyo, es un andar en la Luna.

Al final, de los asfaltos uno no recuerda casi nada. Pero nunca olvidaré una travesía del Atlántico a Bariloche por la Línea Sur de Río Negro cuando todavía era toda ripio más allá de Valcheta y el aire acondicionado de la furgoneta dejó de funcionar poco más allá. Nunca vi una ruta más polvorienta y como era imposible viajar con las ventanillas cerradas llegamos con mi ex mujer a Bariloche momificados por el polvo y pasamos un día entero sacando tierra del auto y nuestro equipaje. No me olvidaré de ella con la cabeza envuelta en toallas como una mujer beduina ni el desafío que suponía adelantarse a un camión que cegaba la visión con su polvaredal.

No quisiera ver una Argentina donde hasta el último kilómetro de camino vecinal estuviera pavimentado, como en Italia. A mí me encanta esa ambivalencia que hay dentro de mí: el alivio de volver al asfalto y la leve ansiedad al abandonarlo. Y aunque aborrezco los piquetes y que los humanos por el motivo que sea interrumpan mis caminos, confieso que me gusta que la Pachamama los piquetee cada tanto con sus lluvias y crecientes, derrumbes o nevadas. Es muy simple: cuando la ruta se interrumpe por voluntad humana, los argentinos nos ponemos de malhumor y surge lo peor de lo nuestro, la impaciencia y la maledicencia. Pero cuando al camino lo corta la Pachamama ponemos al mal tiempo buena cara y afloran nuestros lados mejores, la paciencia y la bonhomía. El mate.

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