23. El delta del Paraná

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Debo haber navegado no menos de cincuenta veces por el Delta paseando turistas en las lanchas Cascotito y Connie, la chata Afrodita o las lanchas colectivas de Sturla; explorándolo por mi cuenta con las lanchas colectivas de Interisleña, Delta y Jilguero; paseado en lancha de amigos o de algún emprendimiento turístico. Una vez lo navegué en el yate de Prefectura como guía acompañante de la infanta Elena de Borbón. Lo sobrevolé en helicóptero y volé en avioneta de San Fernando a isla Martín García, adonde también llegué en lancha. Crucé de Tigre a Carmelo por vía fluvial. Como oficial de cubierta, navegué en un gran carguero hasta Rosario ida y vuelta. Probé algunas de sus cocinas pero sólo dormí un par de noches en la isla. Es que el paisaje deltaico a mí me encanta para verlo correr como una película desde una embarcación cualquiera, pero si esta se detiene para pasar la noche me siento atrapado, encerrado en un laberinto donde tengo que nadar o construir una balsa para ir a comprar tabaco, vino o el diario. El Delta motonáutico de guardería y el gentío del fin de semana me fastidian: jamás llevaría a un turista al Delta en domingo a menos que no sea pleno invierno y con sudestada, cuando trasuda la belleza profunda y melancólica de las islas.

Una vez, para escribir el libro Tigre entrevisté al intendente Ricardo Ubieto y le pregunté porqué no desarrollaba a partir de los que hay en Tres Bocas un sistema de senderos y puentecillos peatonales en las islas más próximas a Tigre, para alentar el turismo. Me miró como se mira a un boludo y, político al fin, me dijo: “¿para qué? ¿para crearme problemas con los vecinos?”

Lo que me asombra del Delta, más allá de la naturaleza y algunas casas, es lo mal aprovechado que está. Entre el brutalismo de los que pretenden construir un puente sobre el Luján y meter autos en la isla y los que no quieren siquiera mejorar el circuito de senderos peatonales, hay un Delta que sólo puede disfrutarse según patrones de clase: el Delta popular de los clubes y recreos en lancha colectiva, el Delta de clase media con lanchita y casa propia, el “Delta tour” de una hora con guía altoparlante, el Delta upper class de los catastróficos yates y recónditos lodges a precio de gran hotel en la ciudad. No hay viejos barcos fluviales transformados en casitas flotantes para navegar con o sin tripulación como en los canales de Francia u Holanda. No hay un servicio de hidroavionetas. Como puede verse en los stands de la Estación Fluvial, todos compiten contra todos sin pensar en iniciativas colectivas. ¿Por qué no hay carnavales fluviales, o carreras de lanchas colectivas Interisleña, Delta y Jilguero, o circuitos para no tener que pasar el día encerrado en un mismo lugar?, ¿por qué si los rosarinos y santafesinos morfan tamaños manduvíes, surubíes y dorados, en el Delta no hay siquiera pacú de criadero?, ¿por qué las agencias porteñas de turismo receptivo venden más fácil una banal excursión a una estancia que una original excursión al Delta? “La isla” todavía hoy es un lugar lejano de la tierra firme y su lógica.

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