23. Gato

 In Blog, Guía Existencial Argentina, II. Rutas y caminos

En 1983 volví a la Argentina porque me trajo un barco y me sentí tan extranjero que no quise votar en las primeras elecciones tras la dictadura: me fui a propósito a Brasil y poco después volví a embarcarme en otro buque carguero. En 1985, después de desembarcar de un carguero en Portland (Oregon) y cruzar Estados Unidos en buses Greyhound hasta Nueva York vía San Francisco y Chicago, volví a Buenos Aires. Otra vez me sentí tan forastero en mi ciudad que no se me ocurrió nada mejor que comprar un caballo criollo y un apero gaucho en Trenque Lauquen (adonde llegué a pasar unos días por casualidades familiares) para largarme a cruzar la llanura bonaerense hasta Escobar. El criollo se llamaba Gato por su pelaje gateado y era un caballito joven y de temperamento bastante nervioso. Mi experiencia como jinete tras una larga pausa marina y europea se limitaba a algunas cabalgatas en las sierras cordobesas y poco más. Con una alforja con una muda de ropa y provisiones, capa de agua, bolsa de dormir y una carpita, me largué a rumbear para el norte por los caminos de tierra paralelos a la nacional 5 luchando contra resistencia de Gato a abandonar su querencia. Era principios de abril y anduve diez o quince días a solas con Gato por esos caminos de nadie escuchando en mi Walkman a Brian Eno, Joy Division, Pink Floyd y Bob Dylan, durmiendo en taperas o materas de estancias, parando al mediodía a hacerme un sándwich de salame a la sombra de un eucaliptus. Uno de los recuerdos más vívidos que tengo de ese solitario raid ecuestre fue una noche a la luz de la vela en una humilde matera de un campo donde me dejaron dormir: una pared de adobe estaba decorada con dos o tres páginas de revistas ni siquiera pornográficas, pero que retrataban a algunas vedettes de los teatros de variedades de la calle Corrientes con sus sucintos y plumíferos atuendos. El adobe, la vela, quizá el olor de lana y cuero, la ginebra y la noche inmensa en la soledad pampeana dotaron a esas fotos de Nélida Lobato, las hermanas Pons y Zulma Faiad de una potencia entrañable.

Con los días avanzó el otoño. Gato al fin se entregó o yo me volví más gaucho y me costaba menos ensillarlo, montarlo y cabalgarlo. Encontramos un tramo donde los caminos de tierra se habían enlagunado y la única forma de seguir era por la banquina de la ruta nacional, algo que nos ponía nerviosos a los dos. Después empezó a lloviznar y a llover y descubrí que ponerme la capa de agua antes de montar a Gato era inútil, porque se asustaba tanto que no me dejaba subir. Así tuve que aprender a ponerme la capa de agua una vez arriba, lo que tampoco le gustaba mucho. Una vez logrado eso, descubrí una de las sensaciones más poéticamente tristes de la vida: andar solo y al paso a caballo por una recta infinita de barro bajo la lluvia, oyéndola repiquetear sobre la capa de agua como una carpa, matizando las leguas y las horas todas iguales con un tabaco fumado con dedos húmedos, un trago de ginebra o un bizcocho. Al tercer día estaba harto de todo eso y también de Brian Eno, Joy Division, Pink Floyd y Bob Dylan. Más allá de mi encuentro onanista con las vedettes en la matera, lo más interesante que me ocurrió fue compartir un asadito a puro campo con unos gauchos que arreaban una manada de vacunos de una estancia a otra. Después de doscientos kilómetros de cabalgata y porque no llevaba otro caballo carguero, Gato se cansó y empezó a dolerle el lomo. El clima seguía desapacible y lluvioso y en una llamada a Buenos Aires me enteré de que la Suisse-Atlantique me proponía embarcar en una semana como tercer oficial de cubierta en un carguero en Río de Janeiro. Así llegué a 9 de Julio y puse fin a mi cabalgata: dejé a Gato a buen recaudo y el dinero para que lo despacharan hasta Escobar, donde vivió seis o siete años. Desde cuando volví a vivir en Argentina a fines de 1987 hasta cuando me lo robaron en 1993, Gato fue una gran mascota de costumbres peculiares (como venir a olerme el sobaco cuando estaba tomando sol a torso desnudo) que nunca perdió ese nervio de caballito criollo de la pampa profunda: había días en que uno tenía que ser bien gaucho para montarlo. Cuando hice la inútil denuncia de robo en la comisaría de Escobar el policía escriba que tipeaba en la Olivetti me clavó una aguja verbal que todavía me duele: dijo “para qué robarán un caballo viejo, sino para hacer mortadela”. Durante un tiempo no pude comer mortadela, que me encanta cuando es buena.

Leave a Comment