24. Mi talismán naútico y rutero

 In Blog, Guía Existencial Argentina, II. Rutas y caminos

Una mañana de mayo de 1973 me encontraba tirado con mi mochila en la playa de pedregullo de Copacabana a orillas del lago Titicaca esperando la hora de tomar un autobús hacia Puno cuando a un palmo de uno de mis borceguíes vi algo raro, que me llamó la atención: era un canto rodado que no parecía natural sino artificial por su curioso dibujo. Era del tamaño y forma de una papa mediana que cabía en la palma de mi mano y tenía tres colores: un sector blanco dibujado como un ala de gaviota, bordeado por una línea roja borravino mientras el resto de la piedra era marrón. La tomé en mis manos y la estudié más de cerca: de un lado, la punta del ala continuaba con una línea borravino más gruesa hasta incluir en un extremo a una pequeña gota de mineral blanco; del otro, el sector blanco se agrandaba en forma casi rectangular hasta ocupar todo el otro lado de la piedra, prolijamente enmarcado en la delgada línea rojiza. Era una piedra zen, un maravilloso dibujo de yin y yang. Me pareció un objeto tan estupendo que lo recogí y lo llevé conmigo en mi viaje hasta México siguiendo “la ruta del Che”.

Lo curioso es que este canto rodado del Titicaca todavía me acompaña, cincuenta años después. Su lugar es sobre mi escritorio, lo que significa que estuvo sobre mesas de Buenos Aires, Pisa, Livorno, Milán, Barcelona y Escobar y de visita en algunas otras ciudades. Pero también dio un par de vueltas al mundo en los escritorios de mis camarotes en los M/S (Motor Ship) Iguazú, Nyon (dos veces), Nordland y Diavolezza y cruzó el Atlántico Sur a bordo de mi S/V (Sailing Vessel) Misty, de apenas 28 pies. No suelo llevar mi piedra del Titicaca conmigo en mis viajes por avión porque no siento que los vuelos en jet sean viajes, pero cada vez que salgo de viaje en auto me acompaña y así recorrió conmigo esa distancia entre la Tierra y la Luna que media entre mi primera Guía Pirelli y mi última Guía YPF. Cuando estoy en la ruta, mi ritual de cada mañana al arrancar es tocarla y darme unos golpecitos con ella en la nuca mientras suenan mis temas favoritos para empezar bien el día como Beguin The Beguine de Artie Shaw o alguno de los clásicos del heroico Glenn Miller, Bailando en el Savoy, Little Brown Jug o Chatanooga Choo Choo: esas músicas que acompañaron la liberación de Europa del nazifascismo y a mí me ponen del mejor humor matinal posible.

Toda vez que estoy en problemas en la andariega ruta o en la sedentaria escritura, tomo mi piedra del Titicaca y la froto entre mis manos con buenos resultados: como es una piedra arenisca, después de tanto frotarla durante décadas se adelgazó un poco, lo cual a mis ojos la hace todavía más íntima, porque fueron mis dedos los que le socavaron ese milímetro que falta en su parte más blanca, que es también la más blanda. Muy cada tanto, cuando encuentro que está sucia de tanto tocarla, la lavo y recupera su brillo del primer día a orillas del Titicaca.

Alguna vez leí que el oleaje tarda entre cinco y ocho mil años en dar forma a un canto rodado. Cierta vez un geólogo que la inspeccionó a mi pedido me dijo que era una arenisca volcánica común y corriente, una gota de fusión entre dos materiales similares pero químicamente distintos y que para analizarla había que tomar una muestra de ella, a lo que me opuse. Me basta con saber que pertenece al vulcanismo andino y su materia pétrea tiene algunas decenas de millones de años de edad, nada fuera de lo común para un mineral. Soy un amante de las piedras y heredé de mi abuelo paterno ese gusto por andar buscándolas y coleccionándolas. Tengo en casa cantos rodados que traje de Taiwan y otras partes del mundo hace casi cuarenta años y hasta construí un muro en mi jardín con la tonelada de piedras que fui trayendo de mis viajes en auto por los Andes, la Patagonia y las sierras misioneras o pampeanas: para mí es inconcebible volver de viaje en auto sin traer algunas rocas, tan pesadas como puedo levantar.

Ninguna otra piedra tiene para mí un valor comparable a mi canto del Titicaca. Es raro, porque no tengo ni tuve otros talismanes y a lo largo de mi vida perdí o regalé cosas mucho más valiosas que esta piedra, el más importante de los objetos que poseo. Está tan cargada de duende que no me resulta fácil imaginarme la vida sin ella. En mi racionalismo, no me explico cómo una simple piedra por curioso que sea su dibujo puede llegar a tener tanta importancia en la propia vida. Por su valor afectivo tendría que conservarla dentro de una cajafuerte pero si así lo hiciera perdería su valor práctico, que es acompañarme en mis viajes sobre ruedas, quillas o escritorios.

Seguramente mi relación con esta piedra es uno de los rasgos más primitivos o infantiles de mi persona y sin embargo no me avergüenzo de ello sino al contrario, me animo a afirmar que es bueno para el misterioso psiquismo humano que un pequeño y simple objeto inanimado sin ningún valor intrínsico se transforme para uno y nada más que para uno, en la cosa más valiosa de la vida.

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