32. Jaurías fueguinas

 In Blog, Guía Existencial Argentina, III. Provincias

La primera vez que oí hablar de las jaurías de perros cimarrones en Tierra del Fuego fue cuando conocí a Simón Goodall al pasar por estancia Viamonte en el otoño de 2010: una de las personas más agradables y simpáticas que encontré en todo ese periplo de quince mil kilómetros. Así, en cada estancia fueguina por donde pasé después, seguí preguntando por las jaurías de perros cimarrones. Como me fueron explicando, los perros salvajes son un problema que empezó hacía unos veinte años, pero como se hizo poco o nada por resolverlo se volvió un drama: en las estepas fueguinas todavía quedan rebaños de ovejas pero en las zonas boscosas ya ninguna estancia cría lanares. Los perros salvajes erradicaron la ganadería ovina de los bosques fueguinos e implantaron la ganadería vacuna: las Hereford se defienden de los perros, que de todos modos son capaces de hacerse algún ternero o vaca cansada. Cuando pregunté por qué no criaban también caballos, me explicaron que las yeguas no son como las vacas: éstas defienden a cornazos a su cría, pero las yeguas huyen espantadas. Allí los animales se crían al aire libre todo el año entre colinas densamente boscosas pastando lo que encuentran y es difícil controlarlos y hacer rodeos. Por eso las ovejas desaparecieron y sobreviven todavía en la estepa, donde es más fácil protegerlas. Eso en teoría: en plena estepa, a las puertas de Río Grande, las jaurías liquidaron en una noche a la mayor parte de las ovejas de la Misión Salesiana. Una vez cebada, la jauría mata por gusto a las ovejas. Pueden matar cien ovejas con sus crías para llevarse unos pedazos de corderito lechal entre las fauces.

Las jaurías son descendientes putativos de los “venidos y quedados”: la mayor parte de la población fueguina llegó de otras provincias y algunos comenzaron hace años a hacer algo que un fueguino “nacido y criado” jamás habría hecho: abandonar a su perro al tomarse vacaciones de verano en su provincia natal, o permitir que se criaran perros callejeros en las barriadas periféricas. Pero también a los fueguinos de buen pasar se les debe haber escapado más de un perro, porque dicen quienes las vieron con sus ojos que las jaurías son feroces pero cómicas por su diversidad y bizarra mezcla: al lado del mastín tibetano está el salchicha rottweiler y el gran danés pekinés. Las jaurías son difíciles de ver, porque viven ocultas en el bosque: yo no vi ninguna. Son todavía más difíciles de entrampar o cazar, porque poseen el olfato macrosmático propio de su especie y no hay cuadrúpedo más inteligente ni que nos conozca mejor. Sus machos líderes se eligen por concurso entre machos aspirantes y se pueden deponer en todo momento, si se tienen fauces suficientes. Están ahí de caciques porque destacaron en su ferocidad y habilidad. No se pueden usar cebos envenenados porque se haría un estrago con las aves: en la Isla Grande no hay pumas ni otros carnívoros dignos de mención. Las trampas individuales no sirven. La única forma de batirlos sería con una campaña sistemática de grandes partidas de caza con militares, gendarmes y policía que limpiara la isla, pero no serviría de nada si en la parte chilena de la Isla Grande no se hace algo igual al mismo tiempo. Los chilenos fueguinos están bastante indignados con los fueguinos de Ushuaia y Río Grande que desataron esta peste canina.

Un estanciero fueguino me dijo:

–El problema con las vacas ya no son las jaurías. En esta zona son los cuatreros.

–Pero será una vaca cada tanto, eso a veces pasa también en otras provincias –dije.

–No. Aquí no te desaparece una vaca cada tanto. Es cuatrerismo organizado.

Le pregunté cómo es posible que en una provincia de tan pocos caminos y nada más que un pueblo entre dos ciudades la policía o los gendarmes no atrapen a un cuatrero con una o más reses. Su respuesta fue ese gesto argentino bastante usual en situaciones parecidas, a veces acompañado por tres palabras que dicen lo mismo: “es la Argentina”.

También pregunté si las jaurías de perros salvajes no atacan al hombre. Me dijeron que hasta ahora no pasó, pero no parecían estar seguros de que jamás sucederá. Los perros fueguinos son tan salvajes que algún día podrían llegar a atacar a algún incauto veraneante o acampante, o a sus crías. Volví de esos dulces caminos rurales de Tierra del Fuego tan sugestivos en otoño al asfalto de la nacional 3 sintiéndome “sentado en la baranda” o “con dos mentes sobre eso”, como se dice en inglés: vivir en una remota estancia entre bosques de lenga, arroyos y prados y el océano ahí nomás es como un sueño. Pero si en ese bosque vagan jaurías feroces y cuatreros, la soledad y el aislamiento también pueden ser una pesadilla.

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