33. La casita de Atahualpa

 In Blog, Guía Existencial Argentina, III. Provincias

Atahualpa Yupanqui fue el Bob Dylan argentino: a mí eso me lo dicen las rutas, por las que casi siempre voy escuchando a uno de los dos. Si Héctor Roberto Chavero hubiera nacido treinta o cuarenta años más tarde, como Robert Zimmerman, esta verdad sería tan obvia que nadie osaría discutirla. Antes de llamarse Atahualpa, Yupanqui vivió varios años on the road como cantautor con su guitarra entre varias provincias argentinas, Bolivia, Brasil y Uruguay. Como Dylan, Yupanqui es un gran poeta y el más intenso intérprete de sus propias canciones aunque técnicamente no sean grandes guitarristas o cantores. Lo que en Dylan es la meteorología (lluvia, viento, nubes, etcétera) en Yupanqui es el camino, la distancia, el andar lejos del lugar de uno pero cerca de uno mismo.

Aunque no me gustaran su voz, sus letras y su música lo mismo me gustaría Atahualpa Yupanqui por su vida. Si la calidad de un ser humano se puede medir por la talla y calidad de sus enemigos, fue uno de los argentinos más grandes del siglo XX: participó en una sublevación contra los militares a principios de los años 30 y tuvo que exiliarse en Uruguay; fue encarcelado por Perón y de nuevo exiliado; lo expulsaron del Partido Comunista Argentino en la época de Stalin; fue perseguido por los golpistas antiperonistas de la “Revolución Libertadora” y la última dictadura militar no se metió con él porque su prestigio mundial lo amparaba, pero tampoco le facilitó la vida. Un hombre que tuvo por enemigos a fascistas, peronistas, estalinistas y militares antiperonistas es un ejemplo cívico que debería enseñarse en las escuelas.

No soy capaz de admirar a ningún artista viviente: ni siquiera a Bob Dylan lo admiro, sino que me gusta mucho (casi todo) lo que hace… desde hace, en mi caso, más de cuarenta años. Yupanqui me gustó desde que a los doce o trece años escuché por primera vez El Arriero y fue una de las puertas por donde yo (adolescente porteño de clase media) descubrí nuestro folklore.

Pero las dictaduras y los exilios se combinaron de tal forma que nunca lo escuché en vivo. Su música, sus letras y su voz siguen gustándome igual que Dylan desde mi adolescencia. Y como hace ya casi veinte años que murió, mi cerebro empezó a admirarlo al modo Mozart: lo descubrí la tarde que visité su casita-museo al pie del Cerro Colorado. En nuestro país a comenzar por la de Sarmiento en San Juan abundan las casitas-museo de próceres, escritores, pintores y coleccionistas que en general no me mueven un pelo. Pero la de don Ata me conmovió, pese a que la guía no era la más simpática de las cordobesas, que el museo es pequeño y sencillo y no pude ver su biblioteca. El hombre ya no estaba más que en cenizas bajo el roble que plantó cuando nació su primer hijo pero yo lo tenía bastante adentro a fuerza de escucharlo cuatro décadas. El lugar, algo encerrado entre los cerros para mi gusto, es de un encanto recóndito más no sea por la forma de llegar hasta allí. El cerro Colorado tiene algo de termitero, de tacurú colosal trabajado por la hormiga humana desde hace miles de años por ser un lugar tan raro en medio de lo que lo rodea. El arroyo y la arboleda agregan vida y así es fácil imaginar a don Ata haciendo asaditos, tomando vino, componiendo en el cuaderno o la guitarra, charlando a la sombra del roble, refrescándose en el arroyo, ensillando uno de sus caballos, mirando crecer los yuyos, viendo llover o pasar las nubes y circular el sol, la luna, los planetas y las estrellas fijas y fugaces. Su lugar en el mundo.

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