40. Estancias pampeanas
Acompañando turistas, como periodista y escritor de viajes y también como invitado conocí varias estancias de las pampas, la Patagonia y el Noroeste, donde las llaman fincas. La verdad es que la estancia pampeana a mi gusto no resiste la comparación con las de las otras dos regiones. En parte se debe al paisaje, que fuera de las sierras de Tandil y Ventana es de una chatura oprimente: la pampa para mí es como alta mar, un espacio mágico y encantador para desplazarse a través pero inútil para detenerse. Hay sólo una condición en la que me siento plenamente a gusto en medio de la pampa y es cuando llueve a cántaros y los caminos de tierra se vuelven intransitables: estar atrapado en un casco perdido en la llanura bajo la lluvia, aislado del mundo, me llena de una extraña felicidad y desearía que la tormenta durara semanas. Conocí algunos viejos cascos de estancias pampeanas y les encuentro su encanto, pero a los castillos de la Loire y los anglonormandos aterrizados en la planicie no les veo mucha gracia, por más que estén rodeados de espléndidos parques: me recuerdan todo el tiempo la impostación forzada de la oligarquía agroganadera porteño-bonaerense que gastó fortunas en copiar la cáscara del modo de vida aristocrático europeo pero no su substancia. Porque nunca vi que en torno al palacio de campo pampeano se sumaran esas otras cosas que nunca faltan en la cultura europea: la plantación de frutales, la huerta, la granja, el horno de pan, el invernáculo. La arquitectura puede ser soberbia y también el mobiliario, la decoración y la vajilla… pero la cocina y la despensa suelen ser una tristeza y eso para un italiano, es deprimente. Puede haber miles de vacas o miles de hectáreas cultivadas pero para conseguir una lechuga, un tomate, un kilo de pan o incluso huevos de gallina hay que viajar algunas leguas hasta el pueblo más próximo. Todo lo contrario ocurre en la finca tucumana, salteña o jujeña donde además de los cultivos y crianzas comerciales se producen verduras y hortalizas, pan y quesos. También en la estancia patagónica hay una tradición anglosajona de producción de dulces y conservas y con frecuencia hay algún invernadero ya que el pueblo más cercano puede estar bien lejos y no tener lechuga. Creo que en ello la oligarquía pampeana refleja buena parte de su esencia: la tierra es un lugar de producción extractiva pero no de cultura, tener tierra es elegante pero con distacco ya que el estanciero no es un chacarero. Pueden pasar varias generaciones en una familia de terratenientes pero su cultura campestre permanecerá acotada a lo ecuestre y al asado. Porque es cosa de gringos chacareros eso de hacer quesos, o criar chanchos y celebrar la invernal matanza del cerdo preparando chacinados para todo el año, o darse el lujo de comer pollos criados a campo, o producir dulces y conservas. Así con frecuencia la estancia pampeana subdividida por la cariocinesis ya no existe más: queda un casco reducido a casa de fin de semana o polo-ranch rodeado por mares de soja transgénica de los pools de siembra que arriendan los campos y permiten vivir cómodamente de rentas en la ciudad. Hoy el principal terrateniente argentino es una corporación dirigida por un judío ortodoxo, algo que hubiera llenado de espanto a los oligarcas porteños de hace pocas décadas. Y el más importante consorcio de cultivos tecnificados de ciclo continuo pertenece a otro hebreo. En un par de generaciones la clase social de los doble, triples y cuádruples apellidos castizos habrá perdido todo vínculo con la tierra. En las estancias nadie sabrá como ensillar un caballo, porque ya no quedarán ni paisanos ni caballos fuera de aquellas estancias turísticas donde las artes campestres y las destrezas criollas se reducen a opereta dominguera. Pagaría por resuscitar a Juan Manuel de Rosas y a Domingo Faustino Sarmiento y tras imponerlos de las circunstancias del campo bonaerense actual, motivarlos a un debate.