41. Tucumán y la guerrilla en el monte

 In Blog, Guía Existencial Argentina, III. Provincias

La primera vez que llegué a San Miguel de Tucumán en 1989, en una rotonda a la entrada por la nacional 9 desde Santiago del Estero quedaba un feo monolito dejado allí por el reo ex general Antonio Domingo Bussi que rezaba:

“Bienvenidos a Tucumán: Cuna de la Independencia. Jardín de la Patria. Sepulcro de la subversión.”

Lo busqué años después y no estaba más. A mí la capital de Tucumán me hace un efecto extraño: no estoy del todo en mí país. Me siento algo extranjero. Más que en Salta, Córdoba o Mendoza. Me resultan raros los tucumanos, tan simpáticos en el trato y tan antipáticos en el cuarto oscuro. En San Miguel siento que los monstruos de nuestro pasado reciente están vivos o mal sepultos. Esas montañas cubiertas de selva me arrancan interrogantes: ¿cómo fue posible que una patrulla de mi generación creyera que el Aconquija y las Cumbres Calchaquíes serían una Sierra Maestra? Cada vez que paso por las yungas tucumanas me lo pregunto. Es cierto que en esa época no existía Google Maps: hoy si uno mira con esa herramienta la comarca que eligió el Ejército Revolucionario del Pueblo para establecer su “Compañía de Monte” da la impresión de que quisieron hacer la revolución dentro de un jardín botánico o un parque nacional. Había que tener mucha fe en el proletariado cañero del llano para creer que esa aventura guerrillera podía salir bien. Algunas pibas y pibes de mi generación, de mi barrio o de mi facultad dejaron el pellejo en esa empresa y eso tiñe mi percepción de la selva y los cerros tucumanos: en los ‘60 Ernesto Guevara proclamaba que había que hacer uno, dos, tres y muchos Vietnam y el foco en el monte tucumano fue un rizoma de esa loca idea. No sé cómo Mario Roberto Santucho estudió los mapas antes de lanzar el foco ni cómo evaluó la correlación de fuerzas con el Ejército. Había mucho embriagante vapor revolucionario disuelto en la atmósfera de los ’70 y Santucho debió creer que esa chispa podía incendiar algo. Cuando miro de cerca esa yunga tumefacta que reduce al mundo a una oscura cavidad amniótica vegetal de troncos de pie, troncos caídos y podridos, helechos, hojas y hojarasca, lianas, musgos e insectos se me cierra el alma: la última cosa que se me ocurre posible dentro de ese ecosistema tan pesado y oprimente es la revolución. Sobrevivir a la mera naturaleza ahí dentro ya es una ordalía. Pasando por Potrero de las Tablas hace unos meses, mi camioneta tuvo su primer pinchazo del viaje: una piedra filosa como obsidiana me tajeó una cubierta nueva. Me puse a a la obra cuando se acercó un vecino a ver si necesitaba ayuda. Le aseguré que estaba todo bien y podía arreglármelas solo, pero se quedó conversando mientras yo sacaba el cricket del fondo del equipaje, aflojaba tuercas, levantaba la camioneta y cambiaba la rueda. El hombre se llamaba Patricio Lizarraga y vivía allí en su finca, aunque pasó largo tiempo en Buenos Aires. Tenía doce años cuando el E.R.P. comenzó a operar en la zona: él los seguía llamando “la subversión”.

–Andaban por acá. Le compraban vacas a la gente. Eran chinitas lindas, gringuitos, chicos de dieciocho o veinte años con estudios, gente de ciudad –me contó. Y mientras hablaba recordé que en Potrero de las Tablas había pasado algo en esos años y le pregunté qué.

–Tomaron el pueblo. A un kilómetro de acá la subversión lo mató al Besuco Córdoba, porque estaba con los militares –dijo.

–¿Y la gente de acá no estaba con los militares? –pregunté.

–No. Eran muy bravos. A mi padre se lo llevó el Ejército y lo tuvieron veintidós días vendado en La Escuelita de Famaillá.

Terminé de colocar la rueda de auxilio y me lié un cigarrillo antes de saludarlo y seguir viaje. Me fui pensando en las ironías del tiempo: “la subversión” subió al monte tucumano queriendo cambiar todo y no cambió nada. Se podría filmar una película sobre la acción de la “Compañía de Monte” en Potrero de las Tablas en el mismo lugar en que ocurrió porque salvo los pocos vehículos que andan vadeando arroyos por el ripio de la provincial 341 de Lules a El Siambón, todo está igual que hace cincuenta años.

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