49. Cielos argentinos
Cuando visitó nuestro país a fines de la década de 1920, Le Corbusier definió a “la poesía argentina: cielo por todas partes”.
La vastedad de nuestros horizontes y su amplitud geográfica y climática tanto por meridiano como por paralelo conllevan a que los cielos argentinos sean obviamente más variados que los cielos uruguayos, paraguayos, peruanos o bolivianos pero también más surtidos en tipos de nubes que los cielos chilenos y brasileros.
A mi gusto hay tres tipos de cielo argentino de conmovedora belleza: mi cielo, que es el cielo pampeano y tiene su máximo esplendor cuando sopla un suave viento norte del anticiclón atlántico trayendo manadas interminables de cumulus humilis, esos panecillos blancos algodonados que parecen hechos a máquina y sólo hablan de buen tiempo: es un cielo racionalista, apolíneo, positivista y optimista que evoca los colores nacionales y sobre el verdor de la pampa húmeda luce como un mensaje apostólico de paz universal.
Otro cielo completamente distinto es de los Andes de Cuyo y el Noroeste en verano, cuando avanzan desde el oeste colosales cumulus nimbus de enorme desarrollo vertical y vientre negro saturados de electricidad, lluvia y granizo: son cielos barrocos, ominosos, cargados de amenaza real o imaginaria. Más allá de los tornados y huracanes, no conozco cielo más estremecedor que el de una tormenta de rayos en las alturas andinas y del altiplano: las formidables tempestades eléctricas de la pampa parecen juegos infantiles comparados con la tremebunda violencia del mismo fenómeno en los Andes.
Y después están los cielos patagónicos, cuanto más al sur mejor: son cielos góticos ojivales, de cirrus y nubes lenticulares que además de sobrevolar la estepa infinita asumen colores inverosímiles en los largos, lentos crepúsculos de esas latitudes. El cielo patagónico de cirrus es un cielo místico, espiritual, fantasmagórico… y en ninguna otra parte de la tierra argentina el arco iris después de una lluvia luce más impresionante que en las vastedades australes.