54. Somuncurá y la mojarra desnuda

 In Blog, Guía Existencial Argentina, III. Provincias

Desde que la vi por primera vez en el mapa y en el horizonte del oeste desde la ruta nacional 3 en 1989 mientras iba rumbo al sur relevando la primera Guía Pirelli, la silueta imponente de la meseta de Somuncurá me intrigó y dio ganas de explorarla. Veintiún años después, mientras relevaba la Patagonia para la Guía YPF me largué en mi camioneta a trepar al Somuncurá desde Valcheta, de donde salí al mediodía. Por ese camino que remonta el valle del arroyo Valcheta, un ripio progresivamente peor fue subiendo algunos cientos de metros hasta un puesto policial donde el visitante de la Reserva Natural debía registrarse, según la cartelería adyacente al ripio. Los policías estaban detrás del destacamento, preparando el asado. Ninguno conocía el camino a través de la meseta y me aconsejaron que pidiera información en estancia El Rincón. El camino hacia la meseta pasa junto al casco: una casa “vieja”, un galpón y una casa “nueva” en un oasis verde al pie de la escarpada, que le ofrece buen reparo del viento del oeste y las heladas del sur. Era casi la hora de la siesta y aunque batí manos y di vueltas tardé un rato en animarme a golpear a la puerta de la casa principal, frente a la que estaba estacionada una flamante 4×4. Allí conocí a un gentilhombre argentino que se comportó conmigo tal como un señor de la comarca con un explorador de otros tiempos. Marcelo Azquete, una vez que me presenté y le expliqué lo que intentaba (cruzar de norte a sur la meseta por ese camino), aunó toda su cordialidad vasca para decirme que el mío era un plan descabellado. Para sustentar sus dichos, buscó al capataz que conocía bien la meseta y refrendó al patrón: largarse solo, en un solo vehículo y a esa hora en el mes de abril a cruzar la meseta era una locura. El camino era practicable en 4×4: el día antes habían pasado dos camionetas en sentido contrario, sin problemas. Eso me animó y mi optimista lectura del mapa me hizo pensar que podría cruzar la meseta pasando por lo más alto y bajar al otro lado antes del anochecer. Ambos fueron escépticos y viéndome tan decidido, Azquete me dijo:

–Hacé una cosa: seguí el camino hasta las tres de la tarde. Si lo ves claro seguí y si no volvé para acá, que vas a llegar al anochecer y te quedás a dormir. Pero no te dejés agarrar por la noche allá arriba.

“Allá arriba”, me explicaron, no hay señal de celular (que no la hay abajo tampoco) ni nada más que dos puesteros escondidos con sus cabras en sendas vegas invisibles desde la huella. Si me quedaba no había forma de pedir auxilio y podían pasar días sin que nadie pasara por ahí. Y que no me saliera del camino porque era un tunal que perforaba los neumáticos. Y que de noche a esa altura el frío hacía piedra al agua.

Y que nadie anda solo por la meseta. Reconfortado por la idea de poder volver atrás y dormir en una buena cama, me largué.

La tranquera blanca donde termina el campo de Azquete está a veinticinco kilómetros del casco y ya a 921 metros de altura según mi GPS. El camino subía a la meseta con tramos muy pedregosos para negociar a paso de hombre pero también con rectilíneos arenosos donde podía ir a setenta u ochenta kilómetros por hora, que me ilusionaban con que podría cruzar al otro lado del Somuncurá. Me desvié para llegar hasta el puesto de un pastor de chivos pero en el lugar no había nadie más que un perrito ladrante. Después de un par de horas de viaje llegué al punto más alto del camino, a 1.462 metros de altura, donde la carcasa de una vieja cocina sirve de templete a una imagen de Ceferino Namuncurá y de la Virgen. Allí el camino se bifurca: una huella se dirige hacia la máxima altura de la meseta, el cerro Corona. Yo seguí por la otra huella, en descenso, a través de un pedregal infinito de roca basáltica terrible para los neumáticos. Abrí y cerré una primera tranquera de palo y otros kilómetros más allá apareció una segunda tranquera. La lastimosa huella seguía bajando en medio de la nada. Eran ya las tres y media de la tarde y decidí volver atrás: no había logrado cruzar toda la meseta, pero había llegado más allá de su punto central y más alto. En todo el viaje de ida y vuelta no vi nada más que manadas de guanacos y rebaños de vacas y caballos salvajes en paisajes sublimes por su amplitud deshabitada. Cuando llegué a El Rincón, después de perderme en el camino de vuelta, ya era de noche. Fiel a su palabra, Marcelo Azquete con su mujer me ofreció un asado preparado por él mismo y dormí en su bien calefaccionada casa. Aporté un par de los mejores vinos que llevaba en la camioneta.

A la mañana siguiente, después del desayuno, el dueño de casa me llevó a conocer a la mojarra desnuda: a unos pasos del casco, entre matas de menta piperita y berro silvestre, hay una surgiente de agua termal (que es la naciente del arroyo Valcheta) y una acequia de quince metros donde vive este pececillo negro de una o dos pulgadas de largo que no tiene nada de particular, salvo que sólo vive aquí: no existe aguas abajo y no sobrevive en acuario. Esos pocos cientos de mojarritas de una especie única, que viven atrapadas en una acequia de agua límpida y tibia, me parecieron un buen ejemplo de la irracionalidad de la vida: durante un rato me quedé mirándolas con la nariz en el agua tratando de figurarme por qué vericuetos de la evolución biológica y la tectónica planetaria la mojarrita sin escamas había llegado hasta allí para quedar atrapada en la naciente del arroyo Valcheta. Me despedí de Marcelo Azquete y volví al camino para dar la vuelta en torno a la meseta por el norte y el oeste: esa noche dormí en Gan Gan, Chubut. Durante el largo y solitario día al volante seguí pensando en las mojarritas hasta que me figuré lo que a mis ojos las hace tan interesantes: en escala cosmológica, no hay ninguna diferencia entre Homo sapiens y la mojarrita desnuda. Nosotros también somos una especie única que sólo existe en un punto nanoscópico del Universo y fuera de allí boquea y muere. La mojarrita condenada a existir en su acequia tibia en el nacimiento del arroyo Valcheta es una metáfora biológica de nosotros mismos, condenados a este pequeño y tibio planeta.

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