6. Cementerios argentinos
Que nuestro país es grande y multicultural se demuestra por los cementerios: si lo más importante que nos pasa en la vida después del nacimiento es la muerte, recorriéndolos desde La Quiaca a Ushuaia se comprueba que no existe nada parecido al “ser nacional” o a “la argentinidad” que tanto ansiaban definir e imponer nuestros dictadores militares de antaño. Hay casi una decena de distintas culturas “arquitectónicas” de la última morada entre nosotros y está muy bien que así sea.
De norte a sur, está el cementerio de la cultura andina con sus tumbas que parecen y son pequeños adobes siempre coloridos y llenos de flores de plástico todo el año y de flores frescas una vez al año; existe el cementerio correntino donde las tumbas pueden ser celestes o coloradas según el partido político del sepulto y/o su familia y donde San La Muerte puede rondar de forma misteriosa; hay un país lleno de cementerios latinos a la hispano-italiana donde los ricos del pueblo o la ciudad rivalizan unos con otros en tamaño, estilo y dispendio del mausoleo familiar, proceso que culmina en el cementerio El Salvador de Rosario, y en Buenos Aires se ramifica en varios cementerios, a comenzar por el cementerio monumental de la Recoleta.
La Chacarita es el más amplio y democrático y abarca varias culturas de la muerte, incluyendo la cremación y la deliciosa contraposición entre los adyacentes cementerios Alemán (más monumental) y Británico, que en su encantadora protestante sencillez cobija además a armenios y hebreos no creyentes.
También está el aún más popular cementerio de Flores, donde aflora de nuevo la cultura andina de la muerte.
Y los cementerios judíos como el de La Tablada, ocasional polo atractor del nazi argentino más pusilánime.
Hay pequeños cementerios exclusivos como los del andinista en Los Puquíos (Mendoza) o al pie del cerro López (Bariloche) que renuncian a toda pretensión “arquitectónica” con tal de reposar entre las montañas donde se vivió o se perdió la vida.
O el de La Cumbrecita, en Córdoba, que es la bella culminación final del sueño de “un lugar el mundo” para los allí sepultos.
Por supuesto, están los grandes cementerios privados que hoy existen en cada capital provincial que con sus nombres confortables y apacibles, sus bellos logotipos, admirables portales y espléndidos parques casi dan ganas de pegarse un tiro y retirarse a descansar allí, lejos del mundanal ruido. Estos modernos cementerios de estilo estadounidense tienen además la ventaja, indiscutible para ricos y famosos, de ser mucho más escenográficos para la fotografía y la filmación del servicio fúnebre que los angostos pasillos de La Recoleta o La Chacarita, donde las muertes populares conducen a impúdicos apretujamientos de los vivos.
Tan grande es la Argentina de los muertos que nos cabe además la fosa NN (No Name, o Nacht und Nebel) de “subversivos” asesinados rutinariamente por el Estado durante la última dictadura militar, que hicieron del Equipo Argentino de Antropología Forense el mejor del mundo en tan luctuosa materia.
Y después más al sur está el cementerio patagónico, que en su tipología más pura, previa a la invasión de los “venidos y quedados”, era de estilo protestante y de lo más austero, con apenas una lápida o una cruz de hierro.