6. Templetes en la nada

 In Blog, Guía Existencial Argentina, II. Rutas y caminos

Las rutas argentinas pueden resultar inhumanas cuando se estiran por cientos de kilómetros en medio de la nada. Los argentinos que las transitan son los primeros en advertirlo y tratar de repararlo con esa proliferación de templetes que hay a lo largo de nuestros caminos. Al principio en los años 70 fue la Difunta Correa, gracias a camioneros de Mercedes Benz 1114 que se tomaban su tiempo para esas cosas: ya no queda ruta del país que no tenga esos ecológicos repositorios espontáneos de botellas de plástico. Los 90 fueron la década del Gauchito Gil y sus banderas rojas flameando hasta en los cruces más desolados de la Patagonia. En el siglo XXI hay más: San Expedito, San Cayetano y hasta San la Muerte tienen su templete vera rutero.

Difunta Correa en Vallecito (San Juan) es una acrópolis surrealista de deshechos de la vida moderna: un lugar donde la presunta secreción láctea de una teta muerta inspiró un extraño culto de ofrendas excreta del consumismo. Chapas de auto, ropa vieja, aparatos en desuso: todo es bueno pero nada fue hecho con las propias manos, salvo los templetes. Por más que lo pensé largo rato después en la ruta las tres veces que estuve en Ground Zero de la Difunta, no entiendo qué significa ofrendarle una chatarra de automóvil, aunque puedo entender lo de las botellas de agua para su sed. Yo lo hice una vez entre La Rioja y Catamarca: paré a sacarle fotos a un prolijo templete y botellero piramidal en medio de un arenal espinoso y algo me enterneció; me pareció que sería de buen augurio dejarle una de las varias botellas de agua que llevaba. Fue hace más de doscientos mil kilómetros y nunca más le puse agua a la Difunta.

Ahí nomás de Difunta Correa en Vallecito (San Juan) está el novedoso sitio de culto de San Expedito en la nacional 141 en Bermejo: en pocos años el lugar creció como una alternativa o complemento a la Difunta. La módica intención comercial nunca fue más clara que aquí: San Expedito se estableció allí para favorecer antes que nada a los propagadores de su devoción, vendiendo una gaseosa fresca al sediento.

El Ground Zero del Gauchito Gil en la nacional 123 en las afueras de Mercedes (Corrientes) era un lugar delicioso la primera vez que lo vi, a principios de los 90. No había más que unos eucaliptus, banderas rojas flameando a ambos lados del camino, un templete humilde y un par de kioskos de recuerdos: básicamente gauchitos Gil de yeso coloreado. Entonces fuera de Corrientes no se veían todavía templetes y banderas coloradas. En mi última recorrida punta a punta del país verifiqué dos cosas: la devoción por el Gauchito se expandió de la Puna a Tierra del Fuego y su epicentro se volvió el prostíbulo público de una tradición popular. Una mini-villa de choripanerías, chamamecerías, camiseterías y santerías obliteró al templete con otras urgencias y sin la menor dignidad edilicia, en modo impúdicamente abusivo. El Gauchito Gil reclama una urgente topadora municipal que ripristine la dignidad bastardeada del sitio.

Al otro lado de Mercedes hacia el sur en el kilómetro 84 de la nacional 119 hay un ejemplo desfachatado de explotación comercial de otra devoción correntina, San La Muerte. El esqueleto sentado correntino nunca tuvo templetes aunque sí devotos. Pero ahora ya tiene el suyo: con banderas negras al lado de un cementerio, un templete cursi mezcla de tren fantasma y gótico tropical, tienda de recuerdos y al lado, una parrilla para choripanear la devoción. En el lugar no hay más que un pibe atendiendo a los visitantes, que no sabe qué contestar cuando le pregunto cómo es que se levantó ese templete en ese lugar. Los precios de los recuerdos son estrafalarios. Lo único que falta es que el culto a San La Muerte se difunda también por las rutas argentinas, posiblemente erigiendo templetes en todos los lugares donde hubo grandes accidentes mortales. Algo de eso ya existe, como narro en el próximo capítulo.

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