30. Aventura en Cueva de las Manos

 In Blog, Guía Existencial Argentina, III. Provincias

Aunque había llegado en auto hasta Bariloche en 1965 con mi viejo y mi hermana, recorrí la Patagonia por primera vez en 1989 para la Guía Pirelli. Fue un viaje de unos veinte mil kilómetros porque bajé con un R-12 por la nacional 3 y subí por la nacional 40 hasta San Juan haciendo mucho zigzag y desvíos. Tardé casi dos meses. En esa época las tarjetas de crédito no existían en la Patagonia (¡todavía veinte años después no funcionaban en largos tramos de la 40!) y la inflación diaria era tal que tenía que viajar con dólares de toda denominación porque a veces se pagaba en pesos y otras en dólares: obtener la cotización del día en los surtidores y hospedajes más remotos no era cosa fácil, había que usar la radio. Así yo viajaba con los dólares en una riñonera y los pesos en la billetera.

Llegué por primera vez a Cueva de las Manos una mañana a principios de abril de 1989: había llovido y no había nadie en el lugar, ni siquiera el guardaparque. Su casa estaba cerrada pero al frente había colgada una carcasa de cordero recién carneado, oreando. Recorrí los aleros pintados (que todavía no tenían rejas para protegerlos del vandalismo, que no había llegado aún) en completa soledad, lo que hizo que mis visitas posteriores en el curso de los años fueran decepcionantes: rejas y turistas. Cuando terminé mi recorrido el lugar seguía desierto. Antes de ponerme en ruta de nuevo sentí ganas de cagar y como el baño estaba cerrado y no había nadie, busqué un balcón apenas apartado al borde del cañón del río Pinturas, me saqué la riñonera, la apoyé en una roca y tuve una de las deyecciones más espectaculares de mi vida: sólo en Punta Ninfas (Chubut) recuerdo algo parecido. Tras lo que volví al auto y a Bajo Caracoles, en cuyo surtidor llené el tanque. Al momento de pagar me percaté de que había olvidado la riñonera a diez leguas de allí, en la roca del cañón. No recuerdo si dejé un documento en garantía de que volvería a pagar la nafta pero volé por ese caminito entre los cerros salpicado de charcos y de barro hasta Cueva de las Manos y cuando llegué respiré tranquilo, porque todo estaba igual y no había nadie ni más que la carcasa de cordero oreando. Fui hasta la roca donde había dejado la riñonera y sentí que el vértigo me empujaba al profundo cañón del río Pinturas, porque ya no estaba ahí. Mi caca estaba, pero toda mi plata del viaje no. Solo, me puse loco en un lugar desierto: grité, puteé, reclamé y recontraputeé mientras me bajaba a la mente la noción de que me encontraba en el culo de la Patagonia (años antes que existieran el celular y el correo electrónico) con apenas los devaluados pesos que llevaba en la billetera y que alguien o algo me había afanado la riñonera. Durante un buen rato inspeccioné todo el lugar: no había otras huellas de autos en el barro más que las mías. La casa del guardaparque estaba cerrada. Un puma no podía haber sido, ya que habría preferido la carcasa que estaba colgada a altura de puma adulto. Con cierta angustia y pánico, recorrí de nuevo los aleros donde no había nada más que manos de colores que aplaudían como locas. Grité con toda la fuerza la remil puta madre que te parió y el eco respondió. Dije basta: subí al R-12 y volví volando a Bajo Caracoles; antes de pasar por el surtidor fui al lado, a la policía santacruceña. Un sargento me acompañó las diez leguas (otra vez más) hasta Cueva de las Manos: cuando llegábamos le hice notar que las únicas huellas en el camino eran las mías. Y ahí estaba el guardaparque con mi riñonera llena de dólares en la mano. ¿Qué había pasado?

Los guardaparques de Cueva de las Manos se abastecen en Perito Moreno: para ellos es más sencillo dejar la camioneta del otro lado del cañón y bajar y subir por este a pie cargando las provisiones en uno o más viajes antes que dar toda la vuelta por Bajo Caracoles: desde hace unos años tienen un camino nuevo que les ahorra este ejercicio. Ese día el guardaparque había ido a aprovisionarse: cuando llegó encontró mi riñonera, la guardó en su casa y volvió a bajar y subir por el cañón hasta la camioneta a por más provisiones. Él me vio y me oyó y me gritó desde el otro lado del cañón cuando volví a buscar la riñonera, pero yo no lo vi y no lo oí: fueron el viento y mi mirada de hombre urbano que se empecinó en buscar huellas próximas en vez de mirar a lo lejos, al otro lado del cañón. Me vio partir furioso y supuso mi regreso con el sargento policial. Volví con éste a Bajo Caracoles y tuve que cargar nafta de nuevo porque en tres idas y vueltas de Bajo Caracoles a Cueva de las Manos había hecho trescientos kilómetros y perdido la mitad del día.

La última vez que pasé por Bajo Caracoles paré en el destacamento policial a pedir información sobre los caminos de la comarca. Había cinco o seis policías jóvenes allí y después de darles mis datos y explicarles que estaba trabajando para las Guías YPF me brindaron la información que buscaba. No sé porqué se me ocurrió contarles mi anécdota de veinte años antes: cuando terminé, la expresión de todos ellos denotaba que la mía era la historia más idiota que habían escuchado en mucho tiempo. Después me fue peor: no quise cargar gasoil en el surtidor contiguo porque su precio (sólo en efectivo) era el más caro de la Patagonia. Y en el almacén-bar-hostería sufrí el peor destrato de todos mis viajes por la República: en el boliche estaba el dueño, la dueña o algo así y dos o tres lugareños. Había sólo una mesa, sucia de bebidas y comida. La gorda displicente que fumaba un cigarrillo tardó un rato en despejar la mesa y no del todo. Le pedí una pizzeta que resultó una incomestible porquería de supermercado patagónico congelada y mal descongelada y calentada, tirada ahí sin ganas. La gorda fumadora ni siquiera me preguntó si quería tomar algo y tuve que pedírselo. Otra vez más en la vida salí de Bajo Caracoles aliviado de encarar la nacional 40 rumbo al norte y preguntándome qué significa que la Cueva de las Manos sea patrimonio de la humanidad según la UNESCO si el único boliche a veinte leguas a la redonda atiende así a los viajeros.

Leave a Comment