Cultivo casero de gírgolas (nota II)

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Verdad aquello que leí por ahí de que el tiempo en el reino de los hongos no transcurre igual que en el reino vegetal o animal, a menos que el hombre lo fuerce artificialmente con alimento, iluminación, riego, temperatura y ventilación. Cultivados o mejor dicho sembrados al aire libre en troncos verdes de álamo y sauce, tal como lo predecía el manual que utilicé (“Cultivo Intensivo de los Hongos Comestibles” de Edgardo Albertó) son los hongos quienes deciden cuándo crecer. Y cuando lo hacen, es a una velocidad asombrosa, desconocida para los vegetales y animales. Hice todo by the book, pero aun así no fue como predecía el manual. Sembrados a fines de julio y cubiertos con nylon negro más de dos meses, a principios de noviembre tras descubrirlos a la luz apareció el primer hongo, que me comí a la plancha con oliva, delicioso. Luego en diciembre brotó otro, que devoré a la provenzal. Recién en la primera semana de enero, tras una buena lluvia, aparecieron casi de un día para otro cuatro grandes hongos, tres en los troncos de álamo (como los dos primeros) y uno en tronco de sauce. Recolecté casi medio kilo de gírgolas, cuando ya comenzaba a temer que mis dos gírgolas anteriores iban a ser las más caras del mundo. Ahora veo que tras cada lluvia, al cabo de unos días, en mi bosquecito de troncos hay algunos hongos para recolectar.

La mitad de esta primera recolección la preparé fritas, pasadas por huevo y rebozadas en harina. Una delicia, verdaderas rabas pampeanas o de tierra, condimentadas con un poco de sriracha y gotas de limón. Con mitad de la otra mitad me preparé un risotto con arroz Carnaroli, caldo de verduras casero y sólo gírgolas para apreciar su desempeño: el risotto quedó tan cremoso que no hizo falta mantecatura. Lo salpiqué con un picadillo de hojitas frescas de nepitella, la hierba silvestre que en Toscana se usa con los hongos y traje a crecer en mi jardín. Maravilla de risotto, con un sabor fúngico delicado y unos trozos de hongo de estupenda carne.

Hasta ahora mis gírgolas semisilvestres sufren de una sola peste: unos pequeños coleópteros similares a vaquitas de San Antonio pero más diminutos, rojizos, que gustan del hongo tanto como yo: cavan tunelcitos y avanzan comiendo y se ocultan en sus pliegues. No son tan molestos ni dañinos: basta limpiar bien al hongo y me lo como igual. En un hongo puede haber media docena de esos bichitos. Pero no quiero usar ningún producto salvo tal vez espolvorearlos con tierra de diatomeas.

Lo último que me quedaba (media gírgola, con tres o cuatro días de heladera) la puse al horno sólo con sal y unas gotas de oliva con unas costillas de cordero y las saqué apenas antes que se carbonizaran: estaban perfectas, secas y crocantes, hongo silvestre supremo.

Mi recolección de gírgolas semisilvestres tocó su punto máximo al final cuando siguiendo una receta del Washington Post  hice mis “hongos ostra” al horno sólo con un largo marinado de soja, miel, gengibre y ajo. A cualquier necio que diga que no le gustan los hongos habría que hacerle probar las gírgolas así. Son, como bien dice el autor del artículo, irresistibles.

Finalmente, una enorme gírgola que creció al pie de un tronco, fea en su apariencia, la limpié y troceé y cociné gratinada con pan rallado, ajo, perejil, cáscara de limón y aceite de oliva. No quedó migaja.

Me falta recolectar algunos kilos para amortizar mi inversión pero es un placer saber que después de cada lluvia tengo en el jardín de casa hongos naturales y sabrosísimos y varias recetas más para experimentar, como la lasaña y la sopa de gírgolas. El reino de los hongos es mágico y misterioso.

Risotto salciccia e funghi

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