Elementos de rusofobia (I)

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Peter and Putin. Foto: Shutterstock via The Conversation / Sophie Mahdavi 

Mi rusofobia es más exactamente una Z-rusofobia: un asco vomitivo por Vladimir Putin, su “operación militar especial” en Ucrania y las decenas de millones de rusos que lo apoyan. Sin embargo, más allá de sus aportes a las artes y las ciencias, desde hace al menos tres siglos y medio hay razones históricas para ser rusófobo: un buen punto de partida es el inicio del reinado del imponente (más de dos metros de altura, aunque epiléptico y lleno de tics nerviosos) zar Pedro el Grande, el monstruo tan admirado por el gris, impasible y petiso Putin. Desde entonces hasta hoy, a pesar de su inmensidad y riquezas naturales, Rusia es comparable a un infinito pantano putrefacto del cual inexplicablemente emergen, cada tanto, grandes o enormes artistas o científicos. Pero la inmensa mayoría de los rusos son criaturas de un pantanal pútrido que jamás conoció la libertad, la democracia o los derechos del individuo, es decir una humanidad deformada por un estado de tiranía permanente, un pueblo de prosternados ante la autoridad y amamantado en la corrupción, una nación con un desprecio congénito por la vida humana. Véase el fin del mercenario Prigozhin: ni hablar de un juicio, ni siquiera del putínico Síndrome Ruso de Muerte Súbita. Lo derribaron junto a todos sus acompañantes. Así es la ley en Rusia, desde siempre. Hay una sola forma de ser un ruso decente: sintiendo náusea o vergüenza de ser ruso, como el millón que abandonó el país desde el 24 de febrero de 2022. Nunca fueron muchos los valientes enemigos de la tiranía y todos mueren o están presos o exiliados.

También tengo razones personales para detestar a Rusia. Mi apellido materno, Smolensky, es judío ruso porque según la leyenda familiar un antepasado ingeniero de ferrocarril era el único judío al que en cierto punto pogrómico del antisemitismo ruso se le permitía vivir en la ciudad de Smolensk, al menos hasta que los Smolensky encontraron preferible al clima ruso, el aire austrohúngaro de Viena y luego de Trieste. Gracias a Rusia (y también al Tercer Reich) nunca sentí el menor interés por conocer la ciudad de mi apellido materno: de allí sólo me quedan nueve letras. También detesto a Rusia desde que vi con espanto, a los 12 años, los tanques rusos entrando en Praga. Ello no impidió que más o menos a la misma edad adoptara como mi música clásica favorita al concierto n.º 1 para piano y orquesta de Tchaikovsky y que devorara Guerra y Paz de Tolstoi y la poesía de Evtushenko. Años después, como narro en una nota anterior de este blog, estuve por primera y única vez en la URSS y salí nauseado igual que de Arabia Saudita: dos países a los que no me quedó ningún deseo de volver.

Sigo en este resumen (todo “cherry picking”, es claro) de elementos para la rusofobia a la formidable biografía familiar Los Románov, de Simon Sebag Montefiore. Grandote pero bruto, Pedro desde muy joven despreció a los libros y apenas sabía hablar ruso, pero le encantaban los cañones y los ejercicios militares. Pronto también comenzó a descollar por su crueldad y dipsomanía. Con su corte y funcionarios de comparsas, creó el Sínodo de los Locos, Bromistas y Borrachos donde además de comilonas y borracheras se entretenían con gigantes, enanos y enanas desnudos, bufones, monstruos obesos y putas. Los miembros del Sínodo tenían sobrenombres como Metelapija, Tocatelapija o Atomarporculo. Un Patriarca Baco, borracho y normalmente desnudo inauguraba esas orgías. También había monjas que se prostituían. Los que no brindaban o no se emborrachaban eran obligados a vaciar una enorme copa llena de aguardiente. Varios ministros murieron por la ingesta. Su mujer Catalina participaba del Sínodo vestida de amazona. Los rituales podían incluir besar las tetas de la archiabadesa del Sínodo de Borrachas.

Pedro fue el primer zar que viajó fuera de Rusia. En Amsterdam le gustaba ir a ver las autopsias de un anatomista y cuando uno de su corte sintió asco, lo obligó a comer carne humana. En Londres la comitiva destrozó la mansión donde se establecieron, usando las cortinas como papel higiénico.

J.M.Nattier(d’après) Portrait de Pierre Ier (musée de l’Ermitage)​

Paranoico, asistía con su séquito a las innumerables sesiones de brutales torturas de supuestos conspiradores: la manía rusa de la conspiración real o supuesta tiene en Pedro un punto fundacional. También obligaba a sus cortesanos a hacer de verdugos. Una vez hizo colgar 344 cadáveres en las murallas y la plaza de Moscú. A otros doscientos los ahorcó frente las ventanas de su hermanastra y dejó los cadáveres colgando todo el invierno. Le apasionaba estudiar los efectos de la decapitación.

Con arquitectos alemanes e italianos, hizo levantar de la nada (al costo de “legiones humanas”) San Petersburgo donde celebró una enorme boda para su enano favorito cuya noche de nupcias fue en la habitación del zar, con él presente.

“Imponía su voluntad en todos los ámbitos, lamentándose inmediatamente de que los senadores eran incapaces de tomar decisiones. Esa es la queja de todos los autócratas, desde Pedro hasta Stalin o Putin, que concentran un poder enorme en un solo hombre y luego riñen a sus subordinados por no saber pensar solos” escribe Sebag Montefiore. Era normal que diera bastonazos y puñetazos a sus dignatarios. En las fiestas solía poner cubas de cerveza en las calles para el pueblo.

Sospechando otra traición, en la Plaza Roja de Moscú ejecutó a martillazos a un obispo y tres servidores suyos. Dos damas de la nobleza fueron azotadas. Otro desventurado fue flagelado, quemado con hierros candentes, clavado a una tabla llena de clavos. A otro le trituraron los huesos y lo empalaron por el ano: Pedro ordenó que lo abrigaran con pieles para que viviera y sufriera más.

A su propio hijo Alexéi lo hizo torturar y murió por los latigazos.

Pedro decía que “nuestro pueblo es como una caterva de niños que no se aplica a aprender el alfabeto a menos que su maestro los obligue” y también “¡cuánta coerción hace falta en nuestro país!”, “sólo tengo traidores a mi alrededor”. En 1716 proclamó un código militar con pena de muerte para 122 infracciones y castigos importados de Europa como la trituración de huesos y el descuartizamiento. Tres años después hizo decapitar a una dama de compañía de la zarina y amante suya, una escocesa a la que Pedro besó en el cadalso y luego recogió su cabeza para dar una lección de anatomía; la hizo embalsamar y conservar en su gabinete de curiosidades. En 1721, para celebrar el triunfo contra los suecos, organizó dos meses de fiestas continuas en las que se bebía de copas enormes con forma de genitales de ambos sexos. Tras un ajusticiamiento de varios dignatarios, ordenó que los cuerpos no fueran enterrados y quedaran a la vista. En 1723 se autoproclamó Archidiácono Pacomio Metelapija de su Sínodo de Borrachos. Un año después asistió a la tortura del chambelán de la zarina, decapitado y cuya cabeza en un frasco regaló a su esposa. A su muerte, en 1725, se “creó un nuevo modelo de honras fúnebres –con exposición formal del cadáver, marchas militares lentas y una grandeza marcial– que hoy día parecen la quintaesencia de lo ruso, y que fue utilizado no sólo para los zares, sino también para los secretarios generales del Partido Comunista soviético” escribe Sebag Montefiore. La increíble saga de los Románov duró casi dos siglos más, de modo que continuará…

Russia’s President Vladimir Putin visits an exhibition opened to mark the 350th birth anniversary of Russian tsar and the first Russian Emperor Peter the Great in Moscow, Russia June 9, 2022. Sputnik/Mikhail Metzel/Kremlin via REUTERS ATTENTION EDITORS – THIS IMAGE WAS PROVIDED BY A THIRD PARTY.

Comments
  • Diego Bigongiari
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    El más acabado ejemplo de lo que es un ruso de aquellos que me producen fobia son esas bellas almas que que depositan ofrendas florales frente a retratos de Prigozhin y su mano derecha Utkin, dos delincuentes y asesinos de grandes ligas.

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