Los mandamás y la comida

 In Blog, Milei

Hay ignorantes que piensan que lo que comen los gobernantes y cómo lo hacen no tiene importancia. Lo descubrí tras publicar un posteo en Facebook sobre lo que, según leí en un diario, es el burdo menú fijo de la residencia presidencial de Olivos que habitan los célibes y nulíparos hermanos Milei, él Aarón y ella, Moisés (quien en rigor vive a 5 cuadras de allí): bife o milanesa, con puré o tomate partido al medio con orégano, flan o queso y dulce y para beber, agua. Para todos. Algún chupamilei salió a proferir groserías.

La demostración de que hay que ser bruto para creer que ello sólo interesa a los Milei es que Suetonio, hace más de mil ochocientos años, dejó detallada constancia en los doce volúmenes de su De vita Caesarvm de aquello que comían los emperadores. Así sabemos que Calígula comía perlas disueltas en vinagre y panes y comidas con oro en sus banquetes. Su sucesor Claudio era tan gourmand y amante del vino que tras cada comida quedaba dormido con la boca abierta y sus siervos con una pluma en la garganta lo ayudaban a liberarse del exceso. Nerón ofrecía banquetes que duraban del mediodía a medianoche y le gustaba que lo invitaran sus amigos: uno gastó cuatro millones de sextercios para ofrecerle un banquete. Galba se daba su primera panzada antes del amanecer. Vitelio eructaba sin pudor y un amigo le ofreció un banquete con dos mil pescados rarísimos y siete mil pájaros. Vespasiano por el contrario era moderado y ayunaba una vez al mes. Su hijo Tito también era austero y ofrecía banquetes agradables, no exagerados.

Por Aelivs Spartianvs y su Historia Avgvsta sabemos cuál era el plato favorito de Adriano: el tetrafarmacvm, una pasta dulce rellena con carnes picadas de liebre, faisán y otros frutos de caza.

En su Natvralis Historia, Plinio el Viejo narra que Tiberio era muy sencillo para comer y le gustaban sobre todo las pastinacas o chirivías, que se hacía traer de Germania donde crecían mejores. Quod erat demonstrandvm.

Los franceses escribieron bastante sobre Napoleón y la comida. El hecho es que al corso del buen comer le importaba un rábano si bien comprendía que los banquetes eran ocasiones políticas y diplomáticas más que sociales. Pero como lo aburrían, los limitaba al máximo (por ejemplo con el zar Alejandro I) y enviaba en su lugar a los mariscales. El pollo a la Marengo que inventó su cocinero tras perder el carro de cocina en la batalla homónima le encantaba no porque fuera un gourmet, sino porque le recordaba aquél triunfo.

Para quedarnos en Francia, leo que Charles De Gaulle en sus años militares era frugal en sus comidas y cuando gobernó era muy estricto con los banquetes en el Eliseo, que debían comenzar 20:15 y concluir exactamente en una hora. Pero cuando se retiró, disfrutaba la buena mesa y el buen vino. Sin embargo no era un gourmet sofisticado: sus platos favoritos eran el pollo al horno y el boeuf bourguignon.

Winston Churchill amaba la comida, con un débil por la sopa de tortuga, los curries hindúes y los quesos (del Stilton al Gruyère) hasta los más prosaicos roast beef y Yorkshire pudding. Prefería los mariscos al pescado y adoraba las ostras. Le gustaba mucho el champagne (“en el triunfo lo mereces y en la derrota, lo necesitas” decía) y ni hablar del whisky y el brandy. En su larga vida se estima que fumó unos 200 mil habanos. Solía gastar bastante en cenas en buenos restaurantes y hoteles y apreciaba la alta cocina francesa. Sabía que en la mesa de la cena se podía a veces lograr más que en la mesa de conferencias.

Saltemos a Benito Mussolini. Maria Scicolone, hermana de Sofia Loren, se casó con Romano Mussolini, hijo del Duce. Con las recetas de su suegra escribió un libro, A tavola con il Duce, de donde surge que éste era de gustos clásicos y locales para comer, casi siempre platos de la exquisita cocina romañola, a lo sumo una fondue. Le gustaba mucho el ajo, que le ponía a todo. También se sabe que no disfrutaba de los banquetes oficiales, que no era un buongustaio y que despreciaba a los vinos y la cocina francesa.

De Adolf Hitler sabemos que lo que más le gustaba de la mesa era la sobremesa, que monopolizaba con sus interminables y banales peroratas sobre cualquier argumento, reunidas en el grueso volumen Hitler’s Table Talk. Era vegetariano militante y comía poco más que sopas, purés y fideos. No bebía alcohol y apenas mojaba los labios ocasionalmente en una copa de champagne.

A Stalin le agradaba comer, beber y estar en la mesa con sus colegas capos bolcheviques. Le gustaba la cocina georgiana y el ajo y tuvo de cocinero al abuelo de Putin. Bebía vino y sobre todo vodka pero cuidando de no pasarse con los brindis: le gustaba hacer embriagar a los demás pero él, en secreto, se hacía servir agua para brindar de un trago. Tosco, le divertía lanzar bolitas de pan o hacer sentar sobre un tomate a sus invitados.

Gracias al sitio de Donatella Cinelli Colombini, Cibi e vini dei dittatori, descubro que el asesino dictador ugandés Idi Amin tenía debilidad por el Kentucky Fried Chicken y que comía 40 naranjas por día para beneficio de su virilidad. Otro obseso por la potencia viril era el padre del actual dictador norcoreano, Kim-Jong-il, que a tal fin consumía sopa de carne de perro. El genocida camboyano Pol Pot gustaba del estofado de serpiente con cognac Hennessy.

Fidel Castro era un amante de la comida y el vino, con una pasión por la leche y los lácteos. Sabía cocinar spaghetti y le gustaban con langosta, que también sabía preparar. Amaba la sopa de tortuga y los pescados. En uno de sus muchos delirios, además de pretender que Cuba produjera quesos como los franceses, quiso hacer foie gras cubano y también whisky. Así le fue a Cuba.

Su compinche Ernesto “Che” Guevara era de otra laya, la de los fanáticos que desprecian la comida: de joven podía pasar días sin comer y luego darse un atracón. En el poder no le daba ninguna importancia a comer salvo si era un asado con argentinos. Cuando vino a la Argentina en secreto a entrevistarse con Frondizi, en Olivos pidió un buen churrasco. Pero en la guerrilla congoleña y boliviana era capaz de comer cualquier porquería.

En suma, la relación de cada hombre político con la comida dice bastante de su personalidad. Que los políticos por regla general son personas bastante pobres en lo humano (cuando no psicópatas) lo demuestra que constituyen la excepción aquellos que aman cocinar y beber bien: no tienen tiempo para esas fruslerías, del mismo modo que quienes aman la buena comida y el buen beber difícilmente arruinen su buena vida dedicándose a la política. Más allá de la política, desde el periodismo hasta el cine o el deporte, hay grandes figuras que son pigmeos gastronómicos, pobres analfabetas que no saben beber, ni cocinar, ni comer. Mejor no hacer nombres de estos ricos y famosos desventurados.

El ejemplo más clamoroso de personalidad desequilibrada y misérrima es Donald Trump, bestia bruta amante del fast food que se zampa a diario pornohamburguesas y llegó al extremo ridículo de ofrecer banquetes en la Casa Blanca con la típica “comida americana” de McDonald’s, Wendy’s, Burger King, Arby’s and Domino’s, de la que va orgulloso.

Su gran admirador, el energúmeno argentino Javier Milei, es de la misma estofa que Trump. Para Milei, comer es perder el tiempo (al punto que preferiría alimentarse sólo con píldoras) y no sabe lo que es cocinar. En la residencia de Olivos hay un menú fijo descrito arriba que revela el espesor humano y cultural de Milei y su Jefe Karina. En tiempos de pocos recursos, Milei se alimentaba de pizza comprada porque evidentemente no llega a hervir una papa, arroz o fideos. Que este sujeto no está en sus cabales queda demostrado por el hecho de que debe ser uno de los poquísimos congéneres que no ama a las papas fritas y no soporta su aroma. Marx advertía que no hay que confiar en un hombre que no ama el vino pero bueno, fue el creador del comunismo. Quien suscribe sostiene que hay que cuidarse de quien detesta las papas fritas, ya que es alguien peligrosamente inhumano. Pero bueno, lo dice un socialista.

Addenda: al escribir lo que antecede olvidé mencionar a los K, Néstor y Cristina. Él jamás mostró otro interés fuera de los cigarrillos, el whisky, la timba, el dinero, Racing y el poder. De presidente organizaba asados pero es posible que en toda su vida no haya cocinado ni un huevo frito. Ella, sin  la bebida y la ludopatía, es del mismo molde. Como ninguno de los dos fue más allá de las fronteras argentinas en su vida (los viajes oficiales no son viajes) nunca descubrieron otras formas de comer que la nacional. Julio Bravo me contó que hace muchos años, cuando recién estaba gestándose el kirchnerismo, en su departamento donde él mismo habia preparado una comida, Cristina le preguntó para qué pasaba tanto tiempo en la cocina. El único comentario gastronómico de CFK que recuerdo fue un desfachatado discurso público como presidenta donde ensalzó las virtudes eróticas de un lechoncito bien crocante.

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