Beber a lo Grande
El zar Pedro El Grande, creador de San Petersburgo y una Rusia más moderna que la que halló (fue el primer zar que salió de su país y lo hizo para estudiar), hizo honor a su apodo en muchas cosas. Pero quizá en ninguna tanto como en el beber.
Esta nota se basa en un libro apasionante que aun estoy leyendo, Los Romanov 1613-1918 de Simon Sebag Montefiore, publicado por Crítica al igual que su magistral biografía en dos volúmenes de Stalin: Llamadme Stalin y La corte del zar rojo, un librazo que descubrí gracias a un artículo de Jorge Asís. Las obras de Sebag Montefiore son el mejor ejemplo de porqué prefiero leer historia antes que ficción: con una solidez documental abrumadora que no abruma nada, tienen la riqueza de la ficción en trama, personajes y diálogos pero todo actuado por personas que fueron carne y hueso. Los capítulos de Los Romanov dedicados a Pedro El Grande, con sus séquitos de enanos y gigantes, parecen escritos por Alberto Leiseca. Las torturas, vejámenes, asesinatos masivos y envenenamientos o muertes súbitas y misteriosas y los obsequios de cabezas decapitadas en conserva eran parte de la vida cotidiana, igual que el sexo con toda clase de mujeres desde princesas hasta plebeyas y prostitutas, o extranjeras. Algunos párrafos de ejecuciones son estremecedores. Otros son cómicos o llamativos, como aquellos que describen su pasión (desde la pubertad) por los cañones al punto que se ganó el apodo El Bombardero, porque le gustaba ir al campo de batalla a disparar cañones y parece que lo hacía muy bien.
Vamos a Pedro El Grande Bebedor, que con sus dos metros de estatura era un gran volumen para embriagar, si bien su amadísima esposa la zarina Catalina no le iba mucho en zaga, en materia etílica. En 1691 (cito): “Pedro convocó al Sínodo (o Asamblea) de los Locos, Bromistas y Borrachos, una sociedad de bebedores y comilones que en parte equivalía al gobierno de Rusia en su versión más brutal y estridente. Había empezado siendo la Alegre Compañía, pero Pedro la convirtió en una organización todavía más elaborada. Llegaban a juntarse entre 80 y 300 invitados, entre los cuales había un circo de enanos, gigantes, bufones extranjeros, calmucos siberianos, nubios de piel negra, monstruos de obsesidad y chicas casquivanas, que empezaban la juerga a mediodía y continuaban con ella hasta la mañana siguiente”.
A su tutor Nikita Zótov, un prelado borracho, lo nombró príncipe-papa Patriarca Baco y “montado en un barril de cerveza ceremonial, el príncipe-papa presidía un cónclave de doce cardenales ebrios como cubas, entre los que Pedro hacía de “protodiácono””. Cuando éste murió, “Pedro supervisó la elección de un nuevo príncipe-papa en el curso de un ritual que implicaría besar los pechos desnudos de la archiabadesa del Sínodo de Borrachas, Daria Rzhévskaya”.
“La reglas de esos “oficios sagrados” fueron elaboradas por el propio despótico juerguista: la primera decía que había que “venerar a Baco bebiendo a lo grande y de forma honorable”. Todos los miembros del Sínodo llevaban títulos obscenos (a menudo relacionados con el término ruso que designa los genitales masculinos, khui), de modo que el príncipe-papa era asistido por los archidiáconos Metelapolla, Tocatelapolla, o a Atomarporculo, y por una jerarquía de cortesanos fálicos encargados de portar salchichas con apariencia de pene sobre unos almohadones” (…) Todo el que quebrantara las reglas o evitara participar de un brindis debía ser castigado trasegando la Copa del Águila, temida por su desmesurada capacidad, llena hasta los topes de aguardiente”.
“Tener un aguante extraordinario para el alcohol (…) era esencial para medrar en la corte de Pedro. El zar gozaba de un metabolismo de acero para el alcohol, levantándose al amanecer para trabajar incluso después de aquellas juergas maratonianas”. Había también “monjas propensas a abrirse de piernas que formaban la sección femenina del Sínodo. Estas bacanales no fueron sólo una fase propia de la adolescencia: las parodias profanas de Pedro continuaron con entusiástica frecuencia hasta su muerte. Daría la impresión de que era el terrorífico empresario de un circo presidiendo lo que podríamos comparar con la gira de una banda de rock del siglo XVII”. Así, varios ministros suyos murieron alcoholizados y su viuda, la zarina Catalina I, incluso antes que acabara el duelo por su muerte retomó esa vida de juerguista que a ella también le encantaba, al igual que la bebida.
D.B.