La decadente enoparla

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Puede ser polémico y enojoso criticar a los colegas pero cuando leo comentarios y críticas de vinos escritas por argentinos suelo enfadarme y sólo de vez en cuando admirarme. Me enoja que los vinos argentinos cada año sean mejores y el modo en que se los comenta y describe, siempre más pobre.

 

Antes de comenzar a catar en solitario, durante una década caté en forma grupal y edité millares de comentarios de vinos de docenas de catadores argentinos, chilenos, uruguayos, brasileros e incluso algún europeo invitado. Pronto advertí que entre saber catar vino y ser capaz de describirlo no hay un nexo: conocí muchos catadores con envidiable percepción sensorial pero modesta capacidad para ponerlo en prosa. La más singular excepción fue Rodolphe Bourdeau, un francés que cató con nosotros en Chile: había estudiado literatura antes de estudiar enología en Francia y vaya si se notaba. Era capaz de sintetizar el carácter de un vino con una frase original y brillante, en lo bueno y lo malo.

Más allá de vocablos que no uso nunca porque me resultan horribles (“maridaje”, “imperdible”) aunque figuren en el María Moliner y galicismos (“cepaje” por cepa) que son cuestión de gustos, encuentro una llamativa pobreza de estilo en nuestra escritura de vinos. Es gerundiosa y pletórica de verbos compuestos que no ayudan a la elegancia de la prosa. A veces se describe al vino al revés, comenzando por el gustillo y terminando por el ataque o con el juicio final o conclusión antes que la experiencia. Se usan palabras vagorosas: ésas que irritaban a Ezra Pound en la poesía, en vez de términos  sólidos y concretos. Escasea la metáfora (herramienta esencial para describir al vino) y salvo quien suscribe, nadie utiliza la valiosísima sinestesia. Se usan incluso vocablos de hamburguesería como “combo”. En ocasiones se describe el menor concepto con el mayor número posible de palabras.

No me atrevería a definirlo como un “efecto millenial” porque no hay escasez de personas de entre 20 y 40 años brillantes y educadas. Tengo para mí que es un efecto colateral de la digitalización creciente: la mayoría de mis colegas ya no toma notas con tinta y papel sino en dispositivos electrónicos que incluso permiten publicación inmediata. Esta instagramización, tuiteración o facebukización de la descripción de los vinos me resulta siempre más evidente al igual que el empobrecimiento que conlleva. A pesar de que hoy cualquiera tiene al Diccionario de la RAE en su celular, jamás surgen palabras novedosas que conduzcan al mataburros y las descripciones (que a veces parecen de 140 o 280 caracteres en formato twitter) también parecen escritas en un lenguaje de apenas 140 o 280 palabras, con errores de ortografía por si no bastara. Está bien que el lenguaje olfatogustativo humano es limitado pero no es para tanto.

Entonces la paradoja: los enólogos y los productores, a luces vista, están haciendo año tras año en Argentina vinos más sutiles y complejos, con más carácter y riqueza de matices. Mientras tanto, los críticos de vinos los empobrecen con un lenguaje que no crece sino que tal vez se achica y que nadie parece corregir ni editar: se escribe como se postea en foro de internet. Pero bueno: hasta los diarios más importantes están cada vez peor escritos y corregidos.

Mi método para evitarlo es, por un lado, estar siempre a la caza de vocablos: toda vez que encuentro una palabra nueva que me parece útil para mi enografía la apunto. Luego, trato de leer crítica de vinos en los idiomas que conozco (inglés, francés, italiano) porque siempre se aprende algo nuevo o bueno. Aunque escribo en notebook, jamás publico una línea sobre vinos sin dejarla reposar al menos 24 o 48 horas y luego corregirla. Y nada me hace más feliz que cuando se me ocurren neologismos como “frutostado” o “vioruelas”, que son las violetas y ciruelas típicas de nuestro Malbec.

En fin: si el vino argentino crece y mejora cada año, ¿no debería también crecer y mejorar nuestro lenguaje destinado a describirlo?

D.B.

 

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