ZUM EDELWEISS: LOS RESTAURANTES Y EL TIEMPO

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Pocas cosas y lugares transportan más a través del tiempo que los restaurantes. Por bien que se coma y lindo que sea el lugar, un restaurante joven no tiene el mismo charme que uno viejo o, si se prefiere, clásico.

No recuerdo cuándo fue la primera vez que comí en Zum Edelweiss (establecido en 1907) porque debía tener nueve o diez años: cuando mis padres se divorciaron en 1965 mi viejo se fue a vivir a su estudio de arquitectura en la calle Tucumán a tres cuadras de allí y los días que estaba con él y mi hermana íbamos al cine y después a comer a La Emiliana, El Palacio de la Papa Frita, Los Inmortales, El Pulpo o Edelweiss. Lo recuerdo nítidamente en la adolescencia, con mi padre, cuando salíamos del cine. En los años de ir a la avenida Corrientes viernes y/o sábado a la noche a ver cine en el Arte o el Lorraine no teníamos plata para eso y íbamos a cafés o pizzerías.

Cuando volví a vivir en Argentina lo redescubrí y fuí muchas veces con novias o amigos después de ver una película o teatro o asistir a un concierto en el Colón.

Luego con mi vida familiar semicampestre a diez leguas del centro le perdí el rastro. Pero hoy al mediodía tenía que hacer tiempo con un motivo para celebrar (retirar el primer ejemplar de mi primera novela publicada) y como estaba cerca me dije “Edelweiss”.

Nomás entrar sentí que me envolvía un vapor de décadas: el lugar está idéntico, bien aislado de la calle de los mercaderes de oro por su puerta corrediza: hay cierta ironía en ese enclave germánico en una calle hebrea. Los lampadarios de hierro y las cornamentas de ciervo siguen allí y también un maitre gentil que acomoda tus cosas en una silla adyacente bajo un mantel y te ofrece una copa de jerez o espumante, que llama champaña. Todo igual en ambos salones salvo los baños, nuevitos. El mozo trae ñoquis de manteca y una nutrida panera.

Recorrer el menú es gastroliteratura: paté de ganso trufado (175$), Kassler con chucrut (395$), salpicón de langostinos (380$), Leberwürst con pickles y pepinillos (185$), blanco de pavita con ensalada rusa (240$) y, más allá de ensaldas pastas y omelettes, entre las carnes rojas piezas de gastromuseología tal que bife a la Bizmarck (sic, 265$), tournedo (sic) Eduardo VII (490$) o escalopes Strogonoff (375$); entre las aves hay supremas Maryland, Kiev, Madrileña y Grisset y en el capítulo cerdo Choucroute Garnier (sic, 2 personas, 480$) y Chambonon (sic) EISBEIN con chucrut (375$) a más de arroces, pescados y mariscos, parrilla y postreología con ítems que jamás experimenté como bananas al rhum. Yo fui a lo de mis recuerdos, que llamo chucrut garni. Dos grandes y sabrosas chuletas de cerdo a la parrilla con buena salchicha de Viena, una feta de panceta, papa hervida (arruinada por un aceite de oliva atrojado) y rico abundante chucrut, además de dos mostazas una de ellas seudopicante. Comí con la copa de “champaña” y un agua con gas, con excelente servicio y cerré con un café.

Fue un comer solitario pero embebido de rostros: mi Viejo, Melanie, Diana y Paula mezcladas con las caras de Tato Bores, Moria Casán y otros famosos de la contigua avenida sentados en sus mesas. Incluyendo un “servicio de mesa” gasté 695$ o 17 dólares a la cotización de esa hora del día. Poco más del doble de lo que hubiera gastado comiendo una hamburguesa en un no-lugar. Comí rico y bien atendido entre lo que parecían más que nada abogados con otro punto a favor: incluso casi lleno, no es ruidoso.

D.B.

 

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